Entrevista con la actriz Stella Matute
En un diálogo con Revista Cabal, la conocida actriz de teatro cuenta cómo fue su experiencia de escribir un libro dedicado a su hermana fallecida en 2012. La nota va acompañada de un poco de la historia de esta intérprete y de cómo, aun sin saberlo, su profesión en las tablas tenía ya fieles y sostenidos apoyos en la escritura.
Hay seres insustituibles en la existencia de algunas personas. Seres cuya ausencia hunde, a quienes los amaron y perdieron, en una grieta opresiva y oscura de la que solo se sale luego de un proceso de mucho dolor, extrañamiento y recuperación, una travesía que nos devuelve a la luz y nos deja en el corazón la marca de una sombra que no prescribe, eso que solemos llamar memoria. Una forma que la ley universal de las compensaciones ha inventado para evitar que la irrupción de la muerte no nos lleve también a nosotros y nos permita mantener la continuidad de un cariño, de un sentimiento por alguien que significó mucho para nosotros y no deseamos que su figura se apague en el olvido.
Los duelos sanos, aquellos que nos ayudan a sortear bruma irreparable y nos devuelven aptos a la vida, aunque no sin huellas de ese tránsito, se procesan de muy distintas maneras. No hay fórmulas fijas que se puedan comprar en las farmacias ni que sirvan para todos. Cada cual deberá aprender la mejor manera de encararlos. Sí, es verdad, que el amor de los otros es un bálsamo extraordinario cuando existe y se le brinda al que sufre, pero hay un itinerario propio, un diálogo con uno mismo que se debe recorrer, sin prisa pero sin pausa, para llegar a buen término. Los códigos del desasimiento, que son otro modo, más tolerable de seguir unidos al ser que se quiso, tienen tiempos singulares en cada persona.
La escritura es uno de esos modos. Uno descubre que algunos creadores como Jorge Manrique, aquel famoso español del siglo XV que compuso las Coplas a la muerte de mi padre, Raymond Carver en La vida de mi padre o Miguel Hernández en La elegía a Ramón Sijé usaron la literatura como instrumento catártico. Y así muchos otros. Stella Matute, la conocida y querida actriz argentina que recientemente realizara una magnífica composición de Eleonora Duse, en Despedida en París, de Raúl Brambilla, detectó también que en su antigua afición por la escritura –que convivía con la de intérprete, aunque en un plano más reservado- podía encontrar una fuente de alivio.
Así nació Delia. Crónica de un abrazo, un conmovedor libro que refleja la desgarradora lucha diaria por aplacar la aflicción que le provocó la muerte de su hermana mayor, la poeta y militante política María Delia Matute. Ese texto es un juego a dos voces, que no sigue ningún camino convencional, y va desde las páginas de Stella donde recuerda a su hermana en distintas épocas o expresa su angustia por su deceso hasta la recuperación de distintas poesías, frases o escritos de Delia. “En estas páginas se manifiesta, en toda su vitalidad, la fuerte y tierna relación que unió a Delia y Stella desde que la primera, a sus casi diez años, recibió a su recién nacida hermanita. Aquí se atisban las mutuas identificaciones, las ocasionales disidencias, la protección, los juegos, los miedos, el consuelo ante las frustraciones y la admiración que recíprocamente se dedicaron y compartieron. Aquí se ven florecer la vocación artística y el compromiso ideológico de cada una”, dice en su notable prólogo al libro la periodista y crítica teatral Olga Cosentino.
“Este es un libro que me encontró a mí. No me había propuesto escribir para publicar un libro, lo hice para paliar el dolor. Lo único que me calmaba un poquito era escribir. Por 2011, había visto una película llamada El agua del fin del mundo, dirigida por Paula Siero, mujer del actor Mauricio Dayub. Era una historia entrañable que contaba la relación de dos hermanas, Laura y Adriana, que en un momento se veía perturbada por el anuncio de una enfermedad terminal de una de ellas, que finalmente se muere y lo hace concretando un último deseo: mirando el mar en Ushuaia. De ahí el título del film. La vi mucho antes de la muerte de Delia y como tuve oportunidad de charlar con la directora le pregunté cómo se le había ocurrido esa historia. Me contó que había sufrido la pérdida de una hermana y que frente al dolor que sintió no atinó a otra cosa que escribir desesperadamente durante un tiempo largo en cuadernos, hojas o servilletas que encontraba. Y un día su compañero le dijo que allí había una película. Y que el guion agregó hechos que no le habían ocurrido a su hermana, como el deseo de ir a morir a Ushuaia. Lo mismo me pasó a mí. Escribí y escribí sin parar y busqué sus escritos, como si en ese contrapunto pudiera volver a conversar con ella. Luego el editor tuvo la sensibilidad de organizar todos esos textos que yo había escrito sobre nuestra relación con Delia, acompañados por las poesías, cartas, comentarios y otros escritos de ella.”
Stella relata que su hermana escribió poesía, cuentos y dejó una novela que dependerá de sus tres hijas si se publica o no, Sin perder la ternura jamás, una historia de una abuela de Plaza de Mayo. También nos dice que murió a los 62 años por causa de un aneurisma. “Yo hablé con ella a las nueve y media de la noche del 13 de agosto de 2012 y a las once y cuarto sonó el celular diciéndome que a Delia le daban 48 horas de vida. Duró una semana pero sin volver del coma. Era una mujer que, en los cálculos, contaba con mucho tiempo todavía por delante, sobre todo si consideramos que mi madre murió a los 88 y mi abuela a los 92. Pero esas son especulaciones, datos que la vida rompe a menudo de un hachazo inesperado y furioso. Sobre todo, era joven de espíritu y alegre, y llevaba consigo unas enormes ganas de vivir. Conocí pocas personas con su capacidad analítica, era una fuera de serie. Su mejor amiga, Lily Flores, al enterarse que en los estudios que le hicieron habían descubierto cinco aneurismas más –que son deformaciones congénitas con las que podés vivir a veces toda la vida sin enterarte- me comentó que solo a un cerebro tan extraordinario como el de ella podía haberle ocurrido un hecho tan fuera de lo común. Y uno de esos aneurismas le estalló. Había logrado una relación maravillosa con sus hijas, pero era fantástica con casi todo el mundo, salvo con los genocidas. La desaparición de varios de sus compañeros de militancia le había dejado una marca muy fuerte. Era una sobreviviente, porque se salvó, y sufrió mucho las consecuencias de esa condición. Delia, al mismo tiempo que escritora, era correctora de estilo, de gráfica y fue maestra de Braille. Estudio también una licenciatura en literatura y daba talleres literarios.”
Delia. Crónica de un abrazo se presentará el 19 de octubre a las 19 horas en la sede de Argentores, Pacheco de Melo 1820. Allí la actriz y algunos invitados especiales (Mónica Santibañez, Francisco Pesqueira, su hijo Lautaro Matute y Olga Cosentino) hablarán del libro, leerán fragmentos de él y departirán con el público. Allí también hará Stella su bautismo de fuego en el nuevo rol, que tal vez tenga bastante más que ver de lo que se piensa con la función de un buen actor. ¿Porque qué otra cosa hace un actor, mientras realiza el trabajo de componer un personaje que debe hacer, sino escribir, en su cabeza y con la imaginación, las acciones, las conductas que lo caracterizan? Tal vez, por eso, no pocos actores se han dedicado hoy también a escritura, a organizar en texto aquello que piensan mientras van creando a sus criaturas. Alguna afinidad profunda entre ambos oficios debe haber sentido Stella desde entonces para que, estudiando periodismo en Lomas de Zamora a los 18 años, hiciera una muestra de danza y actuación en su escuela de teatro y no dejara ya nunca más los escenarios.
Después estudió con Rubens Correa, Franklin Caicedo, Verónica Oddó, Augusto Fernandes, con la gente del grupo La Zaranda y desde ese aprendizaje y otros más, entre ellos la danza, fue armando su trayectoria escénica. Su primer rol importante, cuando aún era muy joven, 21 años, fue el de Nina en La gaviota de Chejov, luego pasó por la inolvidable experiencia vivida en De cómo el señor Mockinpott consiguió librarse de sus padecimientos, de Peter Weiss, dirigida por Javier Margulis y Eugenia Levin; y más tarde por la de títulos como Tres mañanas y El cuarto del recuerdo, de Mario Cura; Angelito, de Roberto Cossa; Volver a La Habana, de Osvaldo Dragún; Los siete locos, de Roberto Arlt; El tiempo y la habitación, de Botto Strauss; Segundo cielo, de María Rosa Pfeiffer; y muchísimos más que sería demasiado extenso recordar. Entre los directores con quienes ha disfrutado mucho trabajar señala, entre otros, a Luis Macchi, Villanueva Cosse, Rubens Correa, Manuel Vicente, Fernando Alegre, Raúl Brambilla y Manuel Iedvabni. De este último dice que es muy lindo actuar con él porque permite trabajar con gran libertad, pero conduciendo al intérprete siempre hacia donde él quiere.
Sus últimas actuaciones fueron en Fragmentos de un pianista violento, de Darío Bonheur, obra por la que fue elogiada en forma unánime por la crítica y que acaba de ser declarada por la legislatura de Buenos Aires de interés social para la lucha contra la violencia de género y la defensa de los derechos humanos, y Despedida en París, donde su composición de Eleonora Duse provocó también grandes elogios. “Fue un personaje al que le presté un montón de emociones y del que aprendí mucho -afirma-. Trabajar en la interpretación de una actriz que, como la Duse, fue una estrella mítica y, además, en un encuentro con una diva como Sara Bernhardt, es difícil que no sea enriquecedor. En este caso fue por añadidura placentero, un proyecto realmente delicioso, vertebrado sobre un texto de primera.”
Stella cuenta que cuando se radicó en Buenos Aires a los 16 años –venía junto a su madre de San Rafael, Mendoza, de donde es oriunda, a vivir a la casa de su hermana luego de la muerte de su padre- el cambio fue brutal. Estaba acostumbrada a vivir en una casa grande y de pronto debieron arreglarse en un departamento de dos ambientes en Sarandí. “Siempre cuento –evoca- que era el año 1976, época fatídica para el país. Llegué un día de lluvia y tuve después una sensación persistente de que todos los días eran nublados en Buenos Aires, que nunca salía el sol, cosa que obviamente no era así, pero de ese modo quedó en mi recuerdo. De alguna manera, el teatro me salvó de esa situación, que era inconscientemente la de un exilio.” Tal vez la muerte de Delia haya sido su segundo exilio, el de una persona amada y de un lugar de la felicidad al que no se retorna más, salvo en las leves y reparadoras irisaciones del recuerdo. Un recuerdo flotante en agradecida y tierna hondura, porque no todos han tenido en la vida la dicha de frecuentar personas que, como decía Delia, “tienen un corazón tan, tan grande, que usan solo la mitad e igual les sobra.”
Alberto Catena