Reikiavik
Reikiavik. Autor: Juan Mayorga. Puesta en escena y dirección: Enrique Dacal. Actuación: Julio Ordano, Julián Howard y Nicolás Martuccio. Asistencia de dirección: Néstor Pérez Vidal. Diseño de iluminación; Marco Pastorino. Realización escenográfica: Martín Mouesca. Teatro Celcit, Moreno 431. Los viernes a las 20,30horas.
Allá por 1972, la guerra fría, esa hostilidad de años entre el comunismo y el capitalismo que mantuvo durante años al planeta bajo la amenaza de una catástrofe nuclear, no podía pretender una geografía más adecuada a su denominación que la de Reikiavik, la capital de Islandia, un país cuya proximidad al círculo polar ártico genera en las estaciones invernales largos períodos azotados por los vendavales de nieve, lluvia y viento. ¿Qué lugar podía hacer mejor homenaje a ese adjetivo que calificaba como fría a esa guerra solo porque no había convertido a distintas latitudes de la tierra –y por fortuna todavía no lo ha hecho- en una calcinante bola de fuego y muerte? La temperatura era realmente gélida en Reikiavik, pero ahora, en ese año, y con su elección como ciudad para que se desarrollara la disputa entre el soviético Boris Spassky y el norteamericano Roberto “Bobby” Fischer por el campeonato mundial de ajedrez, los ánimos de quienes asistían allí para seguir las partidas o para asesorar a los contendientes se calentaban cada vez más, como una olla de agua hirviendo que amenazaba con quemar el cuerpo y el alma de los que estaban cerca de ella.
Durante décadas, la supremacía soviética en ese juego era exhibida por el Kremlin como un estandarte, una suerte de símbolo de la superioridad ideológica e intelectual del socialismo sobre el capitalismo. Y Henry Kissinger, el entonces secretario de Estado del presidente Richard Nixon, un hombre que cumplió misiones nefastas en la política internacional de su país pero tenía un cociente intelectual más alto que cualquiera de los otros funcionarios de la mediocre administración del hombre que dos años después debería renunciar por el escándalo del Watergate, se dio cuenta que derrotar al campeón soviético era una posibilidad de herir profundamente el orgullo nacional de la dirigencia comunista. Y Fischer era un candidato que por su genio tenía muchas posibilidades de vencer a Spassky pues, a pesar de haber perdido dos veces con él en partidas previas, había derrotado tajantemente a los otros jugadores de gran espesor que intervinieron en la preselección para constituirse en el candidato final con derecho a enfrentar al campeón. De modo que, de un lado y del otro de las cúpulas de cada país se comenzaron a desarrollar toda clase de presiones, operaciones y estrategias para tratar alzarse con el triunfo y de mejorar la posición de su favorito y perjudicar al otro. Y eso transformó a lo que debía ser la expresión de una sana competencia entre dos talentos indiscutibles en un grosero y desproporcionado reflejo de las pujas por imponer los intereses geopolíticos de las dos potencias, absurdo por el escenario en que se producía y por las distintas artimañas armadas para romper los nervios del adversario –sobre todo en el caso de Fischer- y la extrema severidad con que los soviéticos se tomaban la posibilidad de una derrota, como si ella realmente fuera grave para su destino, que en rigor estaba amenazado por otras razones más profundas.
Ese rasgo de absurdo –provocado precisamente por la desmesurada distorsión a la que cada sistema sometió el sentido de lo que debía ser nada más que una competición deportiva y no un litigio de Estados- es lo que, en gran medida, flota como atmósfera en la obra teatral del español Juan Mayorga, quien se apodera de la anécdota de aquella confrontación en Reikiavik para imaginar con vuelo y mucha destreza técnica una fábula en la que dos individuos viejos, acompañados de un muchacho que los observa mientras cuentan, recrean pasajes de aquel hecho que mantuvo en vilo al mundo durante varias semanas y que, no porque haya ocurrido hace casi cincuenta años, deja todavía de tener resonancias que nos son todavía familiares. Y que además permite hoy nuevas asociaciones. El director Enrique Dacal, a esta altura el mayor especialista en Mayorga en este país (ya llevó a escena de él Cartas de amor a Stalin, El chico de la última fila y Los yugoslavos), con inteligente criterio, y en sintonía con el escenógrafo y el iluminador, ambos muy precisos y conscientes de la necesidad de trabajar con un criterio de despojamiento, instala desde el primer instante en la puesta esa idea del absurdo al mostrar un añoso y seco árbol frente a una plaza donde una mesa de ajedrez y dos sillas desvencijadas esperan a los dos principales personajes para que inicien el relato de cada día sobre aquel hecho de Reiviavik, en el que cada uno irá alternando los personajes, una vez será Spassky, otra Fischer o cualquiera de los asesores o acompañantes que estuvieron junto a ellos en las partidas.
Esos dos viejos (Waterloo y Bailén), como es fácil deducirlo, tienen algo de Vladimiro y Estragón, los personajes de Esperando a Godot. Y ese día, el que empieza la obra, tienen un espectador exclusivo: el muchacho que los observa y lleva el nombre de Leipzig. Ante él los dos redoblan su despliegue histriónico con el propósito de seducirlo, de cautivarlo con lo que evocan a partir de un librito muy ajado que cuenta algo sobre aquellas partidas. No es que crean que han encontrado a Godot, o tal vez sí porque ese nombre puede significar muchas cosas, pero lo cierto es que ven en él la posibilidad de un heredero al que puedan legar ese arte del relato cuya tradición puede morir con ellos y tal vez en poco tiempo debido a su avanzada edad. Un relato que, sin dejar de tener reglas, permite un tratamiento flexible en las situaciones y el comportamiento de los personajes, que todos los días pueden ser distintos. Un lugar, en definitiva, donde podemos ser otros e inventar de nuevo el mundo todas las veces, como si cada mañana los personajes, como dioses minúsculos, demiurgos que operan a través del oficio del autor y el actor, pudieran con su lenguaje e imaginación corregir lo que sucedió de malo en la experiencia del pasado, analizarlo como si fuera una lección de anatomía, y recomponer una realidad que, a pesar de ser escénica, no difuma los hilos que la unen a la realidad, casi siempre amarga, de todos los días, solo que la expresa en forma de metáforas.
Juan Mayorga, citado por Dacal, ha dicho: “No hay nada teatralmente más rico que el antagonismo entre dos personajes que en su enfrentamiento acaban siendo cada uno el doble del otro.” En este caso, pensamos, la referencia es a las potencias que, hablando de sí mismas se decían diferentes, antagónicas a sus rivales, y sin embargo terminaban apelando a las mismas metodologías. En el caso de los Estados Unidos esa vestimenta en defensa de la libertad y la democracia con la que han cubierto históricamente sus discursos los funcionarios de Washington siempre han sido mentirosa. Detrás de ella se ha escondido en todos los tiempos una potencia imperial que nunca ha dudado de desatar una guerra de agresión cuando sus intereses económicos y geopolíticos –que son los de la codicia y el enriquecimiento de su plutocracia- se lo exigían, no importa cuántos muertos o destrucción produjera esa operación. En el caso de la Unión Soviética el fenómeno fue más trágico: nacida de una extraordinaria revolución, creó un Estado liberador para millones y millones de pobres, que poco a poco se fue burocratizando y corrompiendo hasta convertirse en un aparato autoritario cuyo botín finalmente disfrutaron quienes tenían el poder cuando el socialismo hizo implosión y se derrumbó por efecto de sus propios errores. En ese sentido, en 1972 ese Estado, por lo que le imponía a sus exponentes, se parecía mucho al otro, aunque tuviera diferencias ostensibles en varios aspectos. Hay una buena película actualmente, que se llama La red y que muestra un ejemplo semejante en el caso de las dos Coreas. En cuanto a Spassky y Fischer fueron víctimas de una tormenta de tensiones que terminó por liquidarlos. El norteamericano abandonó el ajedrez después de ganar el título y jugó muy esporádicamente. El soviético se hizo ciudadano suizo y nunca volvió a ser ni la sombra de lo que había sido. Todos concuerdan que el peso de la responsabilidad de representar los papeles que les habían asignado los pulverizó por dentro, a Spassky primero, a Fischer después, que sufrió trastornos psíquicos y finalmente murió joven, y luego de una temporada en la cárcel en Japón, en Reiviakiv, que le había entregado poco antes la ciudadanía islandesa.
Estas son algunas deducciones que se pueden hacer luego de ver la puesta de Reikiavik. No todas, porque como buen autor contemporáneo Mayorga abre caminos ricos y múltiples para la reflexión, nada está dicho de una vez para siempre en sus textos, que convocan tanto al director como a los propios espectadores a nuevas y más penetrantes lecturas. Ese desafío, Dacal lo ha cumplido al máximo y creemos que es en esta pieza donde ha logrado su mayor eficacia en el montaje de un libro de Mayorga. Ha contado además con dos actores muy experimentados y dúctiles por su capacidad histriónica, Julio Ordano y Julián Howard, que se solazan una y otra vez con las continuas reconfiguraciones a que los obligan sus personajes y hacen disfrutar al público. En cuanto al joven Nicolás Martuccio, logró también, y a pesar del nombre de su personaje, que alude como el de los otros dos a una derrota napoleónica, salir triunfante, airoso de su labor como Leipzig.
Alberto Catena