No dejes nunca de mirarme

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No dejes nunca de mirarme. Dramaturgia: Bernardo Cappa en colaboración con Pedro Sedinsky. Dirección: Bernardo Cappa. Intérpretes: Pablo Caramelo, Celina Font, Aníbal Gulluni y Maia Lancini. Diseño de vestuario y escenografía: Pía Drugueri. Diseño de luces: Ricardo Sica. Asistencia de dirección: Agustina Dalmasso. Teatro: Camarín de las Musas. Viernes: 20.30 horas. Duración: 75 minutos.

La mirada del otro es, desde la infancia, constitutiva de la identidad de los seres humanos. Y no deja nunca de ser importante en la existencia en el plano de las relaciones de afecto con los maestros que nos forman, los seres queridos y las amistades más profundas. Pero, una vez conformada la identidad de la persona, depender en forma enfermiza de la mirada de los demás es un síntoma de inseguridad que puede llevar a terrenos muy resbaladizos, incluso peligrosos para la personalidad o la propia estabilidad emocional. Con este tema de la mirada del otro, el talentoso y productivo dramaturgo Bernardo Cappa, de quien vimos el año pasado la excelente El cuerpo de Ofelia, escrita en colaboración con Pedro Sedinsky, nos presenta ahora, y también en coautoría con éste último, No dejes nunca de mirarme por favor. La obra construye una pequeña historia entre cuatro personajes con lejanas coloraturas provenientes de las criaturas principales de La gaviota, de Antón Chejov, pero en un contexto de total contemporaneidad. Lo cual no los priva de interrogarse sobre las mismas dudas y dilemas de vida que tenían aquellos seres de finales del siglo XIX (la pieza del dramaturgo ruso fue estrenada en 1896) y que los lleva a buscar respuestas a los conflictos que les provocan el desamor, la falta de felicidad, la desesperanza, las ausencias de sincronía en los vínculos con los padres y los seres amados, los sabores del triunfo o el fracaso, la mayor parte de las veces sin encontrarlas.

      Los creadores de esta pieza han optado para contar este mundo de tensiones un estilo en clave de comedia, próximo al vaudeville, quizás como hubiera preferido el propio Chejov y no de pesadumbre existencial como las que seguían las puestas de Konstantín Stanislavski, marca que, sin embargo, no impide ver con claridad los conflictos que se atraviesan en esta situación. La anécdota que desata los encontronazos entre estos cuatro personajes es sencilla: una actriz famosa, pero en una etapa de declinación (en el presente se la ha devorado la televisión con sus papeles superficiales) descubre en la computadora de su hijo un video en el que se ve a la novia de éste, una actriz del off, teniendo relaciones sexuales con quien es su actual marido, un conocido pero mediocre escritor. Como venganza decide ir a la casa de su hijo para convencerlo de que no dirija a su novia en un unipersonal que él mismo ha concebido. Y ahí comienzan las trifulcas. La madre sería la Irina de La gaviota, el hijo Treplev, el escritor Trigorín y la actriz del off Nina, que es la única que mantiene el nombre. Nina está enamorada de Trigorín, que la toma como una aventura que lo rejuvenece, pero el que la ama de verdad, aunque un poco ridículamente, es Treplev

      El procedimiento es visible en la dramaturgia: toma el esqueleto del texto clásico y lo recubre con un material del presente que expone variantes en su medio, en los hábitos de los seres humanos y en los objetos que manejan, pero un casi idéntico universo de dubitaciones, errores y tropiezos en el intento de ser felices y poder trascender, tal vez los únicos motivos que justifican que el ser humano recorra tan tenazmente un espacio tormentoso e injusto como es el mundo actual y las infinitas injurias que le proporciona en su existencia. Y en el centro de esa estructura  dramática del pasado coloca la problemática del presente, que es la necesidad enfermiza del reconocimiento del otro (también visible en la obra de Chejov), pero aderezada de todos los componentes que la hacen actual, perfectamente identificable para el espectador de estos días. Inteligente decisión la de los autores, porque realmente la necesidad de ser reconocidos por el otro, gracias a la transmisión casi sin intermitencias de imágenes a través de los celulares y las computadores para lograr la aprobación del receptor del mensaje (el tan conocido “me gusta”), se ha convertido, para muchos sectores de la sociedad en la Argentina y en el orbe, en una suerte de festival de exhibición sin huecos en su programación.

       Hábito que, por otra parte, ha producido un retiro cada vez más grande y profundo de la necesaria reflexión sobre sí mismo en base a pensamiento propio, por más que éste sea de carácter abierto y flexible como es saludable. Ese ejercicio de decisión personal es la piedra de sostén sobre la que debería apoyarse una identidad que esté bien definida. Lo otro es sustituir la voluntad de uno por la de otros. Es como si esas personas vivieran la típica fiebre de ansiedad compulsiva que asalta a los seres humanos en la edad de la adolescencia, pero que en este caso abarca y se prolonga como síntoma preocupante en muchos mayores. Y ese es un tema sobre el que es siempre oportuno meditar y lo trae No dejes de mirarme nunca por favor. El ámbito escenográfico es austero: el de un ambiente con las puertas y salidas imprescindibles para jugar los enredos de la comedia; un sillón y un banco para usarlos en las respectivas acciones y una computadora con proyector para ver escenas del unipersonal y otras imágenes, todo bajo una iluminación que privilegia siempre la claridad escénica. También un micrófono que da una idea de representación sobre lo que está ocurriendo y un toque de teatralidad al discurso. El vestuario también responde al concepto de contemporizar la historia. Por último, hay un estupendo trabajo en las cuatro actuaciones, que son estimulados a modelar sus personajes sobre una línea que acentúa el clima de absurdo que tienen las situaciones que viven y una cierta irrisión en las pretensiones creativas de algunas de sus criaturas, que no saben qué hacer con el fracaso de sus ilusiones artísticas o insisten en un vanguardismo que cumple siempre con el reiterado rito de inventar en sus expresiones estéticas una pólvora que ha sido ya descubierta hace mucho tiempo.

                                                                                                                           Alberto Catena

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