El mar de noche
El mar de noche es un nuevo monólogo del autor Santiago Loza, quien ha demostrado en ese género una calidad poética y una profundidad para calar emocionalmente en el público que no es común. Por desgracia, esa virtud no se repite en los casos en que ha escrito obras de teatro con más cantidad de personajes. Es en ese formato más condensado en términos de actores necesarios que se mueve como pez en el agua y logra captar, del poblado arcón de los hechos y sentimientos humanos, sus mejores vibraciones y tonalidades artísticas. Por fortuna, los monólogos que ha escrito son varios y casi todos ellos han expuesto, como este nuevo trabajo que se ofrece bajo la dirección de Guillermo Cacace, un intenso vuelo dramático.
La pieza es una oda de amor desgarrado, la confesión de un fracaso que no puede restituir en el presente la fluorescencia del pasado por la sencilla razón de que se ha agotado, por lo menos en uno de sus dos protagonistas, y que, por eso, hunde al más dañado en una desesperada agonía que anuncia la muerte. El hombre exorciza con sus palabras al fantasma de ese amor irredento y ya seco, como si quisiese evitar que en su corazón se apagaran los últimos ecos que quedan de él. Y tal vez sabiendo que su misión de resucitarlo es imposible, pero le otorga de consuelo de expirar junto a sus imágenes, aquellas en las que se recuerda como un ser feliz, alguien que descubrió que, aunque sea poco o efímero, el amor justifica la vida.
El hombre está en un cuarto de hotel, sentado en un sillón, y desde allí recibe los sonidos del mar rompiendo sus olas en lentas pero prolongadas zambullidas sobre la playa. Acaso también el murmullo del viento. Quien haya estado alguna vez frente al mar y el cosmos en una noche abismal, conoce el efecto de disolución que puede producir esa escenografía sobre el espíritu de alguien que se siente solo. No hay sensación más sobrecogedora que esa y es difícil que un individuo no piense en ese momento en la insignificancia de todas las cosas, en lo pueril que resulta sentirse importante, destinado a alguna misión trascendente en un mundo que multiplica cada certeza por cien incertidumbres. El amor es tal vez el refugio más poderoso frente a las tinieblas de lo incontrolable. De ahí que suframos tanto al perderlo.
Loza ha confesado que comenzó este trabajo con dos materiales como fuentes inspiradoras: De profundis, de Oscar Wilde, y Muerte en Venecia, de Thomas Mann. Ese fue su punto de partida y la idea de que cuando el amor se retira queda un campo arrasado, escombros, la nada. Y que fue escribiendo el material en distintas etapas, incluso en algún hotel en playas alejadas donde el rumor de las olas era audible en su habitación, susurrador de atmósferas poéticas. El texto le llegó luego a Cacace y al actor Luis Machín. Como en muchos otros espectáculos llevados a cabo por diversas actrices que dieron vital encarnación a las criaturas creadas por Loza, Machín se convirtió en su identificación con lo escrito en una herramienta fundamental de la excelencia de la representación. Como si manejase su cuerpo como un Stradivarius que no le niega ninguno de sus secretos, el intérprete le fue arrancando a su voz, a sus gestos, a sus movimientos las intensidades exactas requeridas por cada momento, cada clima. Un trabajo magnífico.
Por su parte, con suma discreción e inteligencia, pero también sensibilidad, Cacace fue acompañando ese vía crucis para que cada pasaje lograra el máximo de intencionalidad, potencia y penetración emotiva. Y con ese objetivo, dirección, escenografía, vestuario e iluminación trabajaron de consuno para que el tallado final resultara casi perfecto y tan estremecedor como puede ser un ocaso.
A.C.