Crítica de teatro: La sirena
Aunque Kafka supusiera que tal vez el mayor peligro de las sirenas sea el silencio y no su canto, desde que en la antigüedad Ulises se ató a un mástil para no ser seducido por sus voces, el conocimiento popular liga su misterio más a la segunda de esas prácticas que a la primera. Hechizado como otros autores por esa figura fabulosa de los mares, el dramaturgo argentino Luis Cano también encontró una sirena capaz de cantar, en un bar del suburbio en el que recala o ha sido arrojada por el mar, para atraer a sus clientes. Es una sirena que puede cantar, pero también contar historias y dirigirse en tono enérgico y duro a quienes la escuchan porque, si así no lo hace, supone que no conseguirá dinero para procurarse la bebida que le es indispensable. Mitad mujer, mitad pez, o tal vez solo la encarnación simbólica de aquella figura marina maltratada hoy por una vida con sufrimientos que son más terrestres, la sirena de Luis Cano se expone a ser lo que es –tal vez una meretriz y nada más- a través de un texto poético bello en sus palabras y que deja en entrelíneas muchas significaciones que el espectador debe ir configurando. Acompañada en el piano por la compositora Ana Futel, que remarca con su música aspectos humorísticos de la puesta, se luce en el papel protagónico esa excelente actriz que es Monina Bonelli, a la que en los últimos tiempos los escenarios la han mostrado en trabajos cada vez más logrados y sugestivos. La luz combinada en colores da a la atmósfera penumbrosa del montaje matices de fina visualidad.