Malas palabras, buenas preguntas
El lenguaje está vivo. Porque cambia la forma de referirnos a las cosas y las vías que vamos encontrando para hacernos entender, además de que las mismas comunidades lingüísticas están continuamente renovándose. Las llamadas “malas palabras” (o “palabrotas”, o lenguaje “soez”) son parte de ese repertorio que según la época, el contexto social, el momento político, las personas que las empleen, el lugar, el registro, la intención y el tono pueden sonar de las más diversas formas y hasta significar universos bien diferentes.
Quienes se dedican a estudiarlas aseguran que las malas palabras son universales. Cualquier idioma, jerga o dialecto, desde el fondo de la historia, hasta la actualidad y en todas las latitudes han tenido sus términos prohibidos. Porque las malas palabras hablan justamente de eso: aquello que supuestamente jamás se debería decir. O dicho de otra forma: del tabú. Según el psicoanalista Ariel Arango, las malas palabras mencionan siempre partes del cuerpo, secreciones o conductas que suscitan deseos sexuales, de ahí que sean consideradas obscenas. “La palabra obscena es la que viola las reglas de la escena social y se sale del libreto consagrado. Y es obscena porque nombra sin hipocresía, eufemismo, o pudor, lo que no debe mencionarse nunca en público: la sexualidad lujuriosa y veraz”, escribe en el libro Las malas palabras, virtudes de la obscenidad.
Ahora bien, ¿por qué es que maldecimos? A veces puede tratarse de una reacción emocional, una especie de vía de escape que emerge cuando estamos furiosos, o tal vez asombrados, y entonces el acto de echarse una palabrota ayuda a liberar ese sentimiento. Incluso hay experimentos que demuestran que proferir improperios aumenta la capacidad del cuerpo de soportar el dolor, y de hecho obstetras, traumatólogos y dentistas alientan a su uso a aquellos pacientes que saben están por experimentar sufrimiento: “Si te duele –les dicen- podés putearme”. En ocasiones la mala palabra contribuye a potenciar un agravio, pero otras puede tener que ver con pertenecer a una comunidad lingüística o también con revelar un determinado estilo, ya que tanto por su poder para llamar la atención, pero más que nada su fuerza expresiva, resultan difícilmente equiparables.
“Hay palabras que son irremplazables. Por sonoridad, por fuerza y algunas incluso por contextura física. No es lo mismo decir que una persona es tonta, o zonza, que decir que es un pelotudo”, se explayaba Roberto Fontanarrosa en una recordada intervención en el Congreso Internacional de la Lengua Española que allá por 2004 se llevó a cabo en su Rosario natal.
“Hay una palabra maravillosa que en otros países está exenta de culpa: carajo. Porque ‘carancho’ es de una debilidad absoluta, e incluso una hipocresía, como enviar a alguien ‘a la M’”, advirtió también el dibujante que reclamó luego una amnistía para las palabrotas y pidió que “cuidemos de ellas y las integremos al lenguaje, porque las vamos a necesitar”.
Arango va en esa línea cuando afirma que “el ser humano tiene derecho a la obscenidad porque tiene derecho a pensar, sentir y expresar francamente sus emociones eróticas y desarrollar su inteligencia sin censuras”. Y concluye: “Liberando el lenguaje liberaremos también el alma”.
Alejandro Dolina considera en cambio que no, que la prohibición es justamente lo que les da a las palabrotas ese sentido y ese poder, y que si una mala palabra no causa escándalo, entonces su fuerza se empobrece. “A mí me parece que hay una tendencia de los comunicadores y del público en general a llevar el uso de malas palabras a puntos cercanos a la náusea”, reflexionaba desde su programa La venganza será terrible, añadiendo que el hecho de usarlas todo el tiempo puede llegar a condecirse con un espíritu racista, homofóbico y hasta misógino, con lo cual el empleo de una mala palabra no es siempre tan inocente. “Tampoco es casual que los comunicadores más soeces sean los más exitosos, porque representan a esa gente llena de encono. Y así las malas palabras no tienen que ver tanto con una liberación, sino con una pulsión destructora”, opinaba el escritor.
¿En qué quedamos? Casi todo el mundo celebró el discurso de Fonanarrosa, pero escuchar a un Jorge Lanata insultando en cámara suena excesivo e innecesario. Abogamos por la libertad de expresión, pero condenamos que sea “boludo” la fórmula de tratamiento por excelencia. Porque tal vez haya un temple más relajado respecto de su uso. Pero siguen siendo controvertidas las malas palabras.
“Acá habría que distinguir dos niveles. Uno es la forma en la que se habla o se escribe: las prácticas del lenguaje. Y otra cosa son las reflexiones sobre la lengua, sobre qué es correcto y qué no, o la indagación acerca de cómo se habla”, comienza a explicar la lingüista Mara Glozman, docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires e investigadora del Conicet, dedicada desde hace varios años a la investigación de archivo sobre los discursos que circulan a propósito de la lengua. “Si vemos a Lanata puteando, eso es una forma de hablar. Si tenemos a Fontanarrosa disertando sobre las malas palabras, esa es una reflexión sobre el lenguaje”, diferencia, aunque aclara que las prácticas lingüísticas también son un modo de posicionarse acerca de cómo se debería hablar. Y prosigue: “Lo de Fontanarrosa en 2004 fue una defensa anti academicista que tuvo una voluntad de habilitar el habla de la calle en la literatura en un congreso de la lengua, a donde además llegó desde una posición súper alternativa y periférica a desacralizar la escritura. Entonces no tiene un efecto agresivo, al contario: cae simpático. En Lanata opera otro tipo de elemento que entiendo es más violento, un poco por el lugar desde el cual enuncia, pero también por la articulación con aquello que dice. Hay una decisión de putear en televisión, y encima en un programa político”.
Según Glozman una misma "puteada" funciona de diferente forma, adquiere sentido y genera efectos distintos según el ámbito, las condiciones en las cuales aparece, el tipo de discurso, la coyuntura política y las relaciones de ese discurso con otros, entre otras cuestiones. “Uno puede decirle a alguien ‘qué hija de puta, qué bien te quedó ese corte de pelo’, o ‘sos una hija de puta’. Que algo sea o no un insulto depende de las características de la relación y no tanto de las palabras en sí. Y no solo de la relación entre las personas, sino entre las palabras, por cómo se encadena con los enunciados que siguen”, marca.
La lingüista discute también aquella idea según la cual mediante el uso de las malas palabras el lenguaje se empobrece. “Esos juicios aparecen desde principios del siglo pasado, en los años 20 se discutía el ‘problema’ del voseo, así como en los 50 se quejaban de que ‘lindo’ se usaba para todo. Salvo que alguien encare un estudio empírico serio sobre la cantidad de palabras que se emplean en un determinado grupo, yo no me atrevería a afirmar que el lenguaje se empobrece. Y además la idea de lenguaje pobre o rico supone un criterio de valoración más cercano a lo moral”, aclara.
Un estudio publicado en la revista académica británica Language Sciences (www.sciencealert.com/people-who-curse-a-lot-have-better-vocabularies-th…) llegó a la conclusión de que aquellos que utilizan numerosas palabrotas tienen por lo general un dominio de la lengua superior al promedio. Posiblemente porque las malas palabras aportan expresividad, y, al fin y al cabo brindan matices: no por nada se habla de un lenguaje “subido de tono”.
¡Te voy a lavar la boca con jabón!
¿Qué hacer con las malas palabras frente a los chicos? No hay una respuesta fácil, ni simple, ni homogénea. En parte porque no todos los contextos familiares son iguales, pero también porque no todas las malas palabras caen en la misma bolsa: no es lo mismo nombrar una parte del cuerpo (por caso “culo”) que hacer alusión a un acto sexual vejatorio.
En algún tiempo la mítica amenaza de madres y abuelas a los niños que insultaban consistía en lavarles la boca con jabón como una forma de “educarlos” sobre lo que podía o no decirse. Las cosas cambiaron. Y si bien la mayoría de los padres tratan de cuidar el lenguaje que usan frente a sus hijos, muchos opinan que enseñarles a usar las palabras según el lugar y la intención no puede ser tan desacertado.
Luis Pescetti, que desde hace años escribe cuentos y canciones para chicos, publicó un “Poema con una mala palabra pero que es una parte del cuerpo” (http://www.luispescetti.com/poema-con-una-mala-palabra-pero-que-es-una-…) y en sus espectáculos utiliza voces para decir palabras como “caca” y “pedo”, lo que provoca que los chicos se maten de risa. No obstante él mismo reconoció más de una vez que hay un código que permite que sean leídas como un juego, y que el hecho de usarlas o no depende de una lectura muy rápida, delicada y de cierto equilibrio. “Si somos pares, podés usar una mala palabra. Siempre depende de si la palabra es funcional a la expresividad o la decís para ganarte una risa medio trucha. Así y todo las malas palabras no pasan de ‘pedo’ o ‘caca’”, señaló el artista.
Desde su experiencia de más de 25 años trabajando con niños pequeños Rosina Calabria asegura que las llamadas malas palabras tienen que ver con el contexto sociocultural y la connotación para cada familia. “Los chicos incorporan el lenguaje con todos los sentidos, y en la medida que en su entorno las use, ellos también las van a usar”, dice, y considera que ese uso “va a depender mucho de la reflexión que hagamos los adultos. Está en nosotros volver a reflexionar sobre lo que se dice y cómo se dice. Hay palabras que antes se usaban con connotaciones peyorativas y por suerte hoy se escuchan cada vez menos, como “mogólico” para decir tonto. Y hay otras que solo nombran partes del cuerpo”.
“Cuando suena en la boca de un pequeño una mala palabra suele causar risa, enojo o incluso nervios. Y los chicos se dan cuenta de que puede ser una forma de llamar la atención de los adultos, de provocar determinada reacción. De ahí que me parece que hay que tener cuidado con abusar en el reto o ser muy coercitivos, porque sobre todo los niños de entre 3 y 5 años están permanentemente desafiando los límites. A veces, dependiendo del uso y del contexto, puede estar bueno dejarlas pasar. Y otras explicarles con total tranquilidad que en algunos lugares y espacios decir malas palabras molesta u ofende, y entonces sería mejor no hacerlo”, reflexiona Calabria, que es docente de nivel inicial, coordina grupos de juego, tiene una pequeña empresa de animaciones infantiles y también es mamá. “Creo que con los chicos lo mejor es desdramatizar y entender que también hay etapas, como esa fase escatológica en la que pueden estar mucho tiempo repitiendo cosas como ‘pis’, ‘caca’, ‘pedo’, ‘teta’, ‘culo’ y no es más que una etapa normal que tienen que pasar. Muy diferente es cuando en un hogar la mala palabra está utilizada para lastimar, castigar o discriminar. Porque ahí ya cobra otro sentido”, concluye.
El lenguaje no es solo un acto mecánico de elegir unas palabras en vez de otras, sino que tiene que ver con algo tan medular como nuestra capacidad de expresarnos, y en última instancia con la relación que entablamos con los otros. De ahí que pensar en las malas palabras -por qué las decimos, cuándo lo hacemos, desde dónde y frente a quién- puede ser importante socialmente. No se trata de prohibirlas ni tampoco de hacer una defensa incondicional, mucho menos de obligarse a usarlas. Solo de traerlas al terreno de la reflexión. Porque además de burdas, graciosas, ofensivas, cariñosas o expresivas pueden constituir un tema propicio para hacerse preguntas.