Los tutores
La consigna de este verano en el teatro porteño de la avenida Corrientes, aunque con algunas excepciones, es al parecer reírse a como sea. Se entiende: en medio de una atmósfera cada vez más cargada en lo social y político, algunos empresarios eligen las comedias de fácil efecto para hacer olvidar al público lo que ocurre en la realidad e insertarlo por un rato en un clima más soportable e incluso reconfortante. Es una vieja fórmula que aplica desde tiempos inmemoriales, pero con distintos niveles de eficacia y con materiales que, aun partiendo de la hilaridad, pueden ser muy diferentes en su calidad. Los tutores es una de esas comedias que, luego de vistas y admitiendo que los espectadores la puedan pasar bien, no dejan nada en la cabeza de la gente. Solo un buen rato de desconexión con el afuera.
Su autor, Carlos de la Casa, había impresionado bien al mismo público al que ahora convoca con Todas las rayuelas, una obra tierna y con un tema humano y social bien tratado, al que no le faltaba humor pero tampoco hondura, y que había ganado uno de los primeros concursos de Contar, que es un acuerdo entre Argentores, la Asociación Argentina de Empresarios Teatrales (AADET) y la Asociación Argentina de Actores (AAA) para elegir textos argentinos que puedan ser estrenados en los teatros comerciales de Buenos Aires. Los tutores también ganó uno de esos concursos, el Contar 3, pero su valor está muy por debajo del que tenía aquel otro. Acá, la diferencia está en que la pieza Los tutores fue escrita en colaboración con el dramaturgo y guionista de cine Daniel Cúparo, que en este caso también se encargó de la dirección del espectáculo.
Lo cual, por supuesto, no significa tener que cargarle al segundo las deficiencias de este texto porque, finalmente, lo escrito está suscrito por los dos. La obra desarrolla una reunión de padres y tutores con una de las directoras de un colegio privado para analizar la conducta de varios de sus alumnos –en este caso los que están bajo la responsabilidad de quienes han sido citados-, que han cometido una agresión contra un profesor con todos los rasgos de un verdadero delito. La directora les expone los hechos, ilustrándolos con un video que muestra algunas imágenes sin sonido, y les propone negociar, por una suma importante de dinero, el silencio de lo ocurrido y no convertirlo en una denuncia policial, que llevaría el caso a la justicia. Los asistentes que no quieren mala prensa, en especial uno de ellos que es candidato político a un puesto legislativo y está en plena campaña, se sorprenden al principio pero por último negocian, si bien tratando de morigerar las duras cláusulas del convenio que se les pretende hacer firmar.
Pero todo se irá luego abriendo a nuevos descubrimientos. En los hechos relatados se ha ocultado solo una parte de la verdad de aquella agresión. Y se ha escondido que la extorsión no es solo una medida para convocar a los padres a tener mayor cuidado en el control de sus hijos, sino una operación que tapa otros chanchullos que se han perpetrado en la institución. A todo esto se llega, siempre en la sala donde están todos reunidos, mediante una sucesión de episodios bastante disparatados y guiados por un humor siempre ligero, muy insustancial. Para eso, los autores recurren a personajes totalmente estereotipados, pero que funcionan bien en este tipo de comedias: un abuelo malhumorado y homofóbico –a cargo de su nieto, porque su hija no se ocupa de sus responsabilidades maternas-; una mamá separada y new age, muy amante del yoga y de toda clase de gimnasias, si son sexuales mejor; el político oportunista, que lucha por llegar a un cargo por elecciones y su esposa cascarrabias y de lengua afilada; un gay, que ha adoptado con su pareja un niño, que ahora es adolescente; y una directora inescrupulosa, que no reconoce límites a su accionar con tal de conseguir sus objetivos.
El elenco es estupendo, integrado por actores de mucha experiencia y carisma. Pero, en realidad, lo que hacen es trabajar con oficio y en los perfiles que más cómodos les resulta. Es como si jugaran de taquito. Y eso no por culpa de ellos, sino porque sus personajes no tienen pulpa para aprovechar. Y no se les pide más de lo que pueden hacer con oficio y experiencia de años, satisfaciendo de esa manera a un público que va a reconocer lo que les resulta más familiar de ellos y a reírse con sus chistes. Hugo Arana, por ejemplo, en Todas las rayuelas no dejaba de ser ese actor que todos conocemos, pero introduciéndose en aguas más profundas lograba componer una entrañable, emotiva. Lo mismo se podría decir de Laura Oliva o Mónica Cabrera, que han demostrado en sus largas carreras actorales –sobre todo la segunda- una consistencia envidiable en su profesión. En este trabajo no aportan nada nuevo a lo que ya se les ha visto. Para el público que va en busca de eso, el espectáculo sin duda lo dejará satisfecha. Quienes persigan otra cosa, se defraudarán.