Las paredes
En el cronograma de estrenos de las obras de Griselda Gambaro, Las paredes fue la tercera en presentarse ante el público, el 11 de abril de 1966, dirigida por José María Paolantonio. En el orden de escritura fue la primera de sus piezas teatrales y pertenece a 1963, mientras que El desatino fue de 1965, aunque tuvo el privilegio de estar en primer término en la cronología de estrenos. Prueba de esa primogenitura en su redacción es el premio que la obra había recibido de un jurado de la ciudad de Santa Fe en 1964. La obra fue asociada en sus comienzos con el teatro de Ionesco, muy en boga por esos días. Y, en cierta medida, había razón para decir eso debido a algunos recursos teatrales utilizados. Pero solo en parte era verdad esa afirmación, porque la manera de componer el texto y sus implicancias significativas adelantaba aspectos del grotesco y sobre todo del “teatro de amenaza” de Harold Pinter, demostrando así una contemporaneidad distinta en su búsqueda de sentido al de las piezas del escritor rumano-francés.
Hoy, esa capacidad para captar algunos contenidos profundos de la realidad y resignificarlos en el tiempo, muestra toda su vigencia. Como se recordará, en Las paredes, un individuo es virtualmente secuestrado y llevado a un lugar de encierro donde se encuentra con un funcionario y un ujier que, alternativamente, lo interrogan. Hay como cierta amabilidad fingida en estos inquisidores que, una y otra vez, desmienten los temores del detenido de que pueda estar en una situación de peligro para su vida y que lo que se ha hecho con él es una simple operación de rutina que concluirá sin problemas y pronto. Pero, ninguna de las direcciones que va tomando el asunto tiene tela como para tranquilizar a la víctima. Hay algo siniestro en eso que se trama contra él.
Los malos entendidos, sobre todo, eran interpretados por aquel tiempo como expresiones de un humor negro propio de la poética ionesquiana, representativos de lo que se pregonaba como una falta de sentido en la existencia humana. Hoy, a la luz de los acontecimientos que vive el mundo y la expansión de la mentira como arma principal del aparato de seducción comunicacional en el capitalismo, esos diálogos se parecen cada vez más a los de quienes en la sociedad actual reclaman regularmente por sus problemas y su situación es negada en las respuestas de los funcionarios como si no existieran. Todo dicho fingiendo amabilidad y una supuesta buena voluntad de estar haciendo lo mejor para ellos. Esa hipocresía mendaz, institucionalizada tanto en la publicidad como en los discursos del poder, produce, precisamente, además de impotencia, la amenazante sensación de que nos están llevando al abismo sin que nuestros esfuerzos por impedirlo resulten por ahora eficaces. Esa proyección tiene o podría tener, en muchas otras tal vez, el texto de Griselda Gambaro para estos días.
La puesta, muy sencilla, se desarrolla en un espacio con una silla para que se siente el detenido, detrás del cual hay varias cortinas oscuras. Ese ambiente está iluminado para dar un clima opresivo a la situación. Pero lo que falla en esta versión es el estilo actoral, pensada muy a la medida de aquella primera lectura que privilegiaba los gestos excesivos y muy a tono con el teatro del absurdo. Esto se nota especialmente en el ujier, que se la pasa haciendo morisquetas todo tipo, que no vienen mucho a cuento. Ese rasgo esta atenuado en el funcionario, que encarna con sus sonrisas permanentes una figura más amable y por lo tanto más peligrosa por lo creíble. En cuanto al tercer actor, su composición es floja, no refleja los distintos estados de credibilidad, temor y hasta desesperación por los que pasa a su desorientado personaje. En una tradición donde ha habido tantas buenas versiones de la obra, esta exhumación de su texto no aporta casi nada.