Las aguas y el fuego

Entretenimientos

Una conversación con Ana María Bovo, actriz, narradora y directora teatral que presenta su espectáculo Maní con Chocolate II en el Centro Cultural de la Cooperación.

 

Sembrador de aguas. Eso era su abuelo o así hubiera sido justo que lo llamaran. Un  esparcidor impenitente de ese liquido sin el cual la vida es imposible. Lo hacía gracias a un oficio antiquísimo que había aprendido en España: el de instalador de  molinos de viento. No en La Mancha, donde todavía sobreviven aquellos artefactos cuyas aspas el Quijote confundía con los brazos del gigante Briareo, sino en Andalucía, su tierra natal. La necesidad lo trajo a América y ancló en Zenón Pereyra, una localidad santafecina casi al borde de Córdoba y a unos 30  kilómetros de San Francisco.

 

Allí se dedicó a colocar molinos de viento para quienes lo necesitaran en la trituración de granos o la extracción del agua desde las profundidades del suelo. Se llamaba Francisco Gómez y su nieta, Ana María Bovo, todavía lo recuerda en aquel ritual en que lo veía los domingos. Vestido con  traje, faja, zapatos y sombrero se sentaba en un banquito del patio, bajo un árbol de acogedora sombra, a escuchar en la vitrola tonadillas y pasodobles. Ceremonia que no escapaba a la mirada atenta de la niña que percibía, al final de algunos temas musicales favoritos, cómo se enjugaba pudorosamente dos escuetas lágrimas que se le deslizaban por las mejillas, saladas como su gracia andaluza, pero mucho menos potables que aquellos cursos de agua fresca que arrancaban sus molinos a la tierra.

 

Ana María llega al bar del Centro Cultural de la Cooperación a las diez de la noche. Ha terminado una función de Maní con chocolate II, que representa los viernes y sábados en la sala Solidaridad de ese complejo, y trae un enorme ramo de flores envuelta en un papel blanco. Se las regaló un admirador, pero no son rosas colombianas, como le hubiera gustado a la protagonista de su primera novela. Igual está feliz con ellas por lo que significan como muestra de afecto. Está algo cansada, pero sus ojos negros brillan igual, pícaros y dulces. La hora de la entrevista no es la más adecuada, pero Ana María viajará las dos siguientes semanas a Catamarca y Santa Fe y su entrevistador también se ausenta, por lo que el único espacio disponible que encontraron para charlar fue este viernes cercano a la medianoche, tan cercano que cuando el diálogo se empieza a desvanecer el mozo del lugar ya está levantando las mesas.

 

¿A qué viaja a Santa Fe? “Me pasó algo precioso –cuenta, entrando en un tema que se nota que la apasiona-. El año pasado fui a Zenón Pereyra, el pueblo de mi mamá que yo visitaba regularmente en la niñez para ir a ver a mis abuelos, ella piamontesa y él andaluz. Allí junté a doce narradores espontáneos del pueblo y los subí al escenario para que contaran sus historias. Fue una reunión muy hermosa. Al día siguiente, el intendente nos propuso a mis hermanos, a mi mamá y a mí si la casa de mi abuelo no podía ser el museo del pueblo, un museo de la vida cotidiana. Fue muy un pedido muy bello porque se trata de una casa muy sencilla. No una mansión o una de esas casas opulentas que legan las personas pudientes, sino la casa de un trabajador, eso sí, con una quinta extraordinaria donde se cultivaban unas rosas fascinantes, porque el abuelo era un artista para vivir.

 

Un hombre muy querido y de corazón noble: veía un vendedor ambulante y ya lo quería invitar a comer, porque no soportaba ver a las personas sufrir con el calor o el frío. Y la abuela lo miraba como interrogándolo, como diciéndole: “Pero, ¿cómo vamos a sentar a un extraño en la mesa?” Además estaba vinculado al agua, era la persona que les resolvía los problemas de ese elemento esencial a los habitantes del lugar instalando molinos de viento. Era como un fabricante de oasis. Y ahora, el 26 de septiembre, que es la fiesta del pueblo, actuaré sobre la chata de mi abuelo en el patio de su casa. Ese será mi escenario. Esa era la chata en la que íbamos a buscar los molinos a la estación, que era un momento muy excitante para nosotros los nietos. Llegaban en el tren en unas cajas gigantescas. Y yo siempre me preguntaba donde estaría el depósito de donde venían esos molinos.

 

Y quiso el azar que hace poco, mirando el cartel de chapa que estaba en el taller de mi abuelo, sobre el banco de carpintero, descubrí la dirección de ese depósito. Era enfrente de donde yo vivo ahora, Balcarce 326. Es increíble como el azar ordena de manera insólita algunas cosas. El tiempo es el mejor autor.”

 

La memoria de su abuelo es fuente de muchos recuerdos de su vida, algunos de los cuales están contados en la larga entrevista del libro Narrar, oficio trémulo y ya de manera ficcional en su novela Rosas colombianas, que en su tercera parte recrea, en la fantasía, el viaje real que hizo a España en 1986 para conocer Alboloduy, el pueblo de donde era originario su abuelo, ubicado en lo alto de las montañas de Almería. Y donde conoció a Anica, hija del hermano mayor de su abuelo, José, que se quedó en España, y a Emilia, hija de Rafael, uno de los otros tres hermanos (dos varones y una mujer) que viajaron con Francisco a América. En un epígrafe ubicado al comienzo de su novela, Ana María evoca estas palabras de Juan José Saer: “Cada uno crea/De las astillas que recibe/La lengua a su manera/Con las reglas de su pasión/-y de eso, ni Emmanuel Kant estaba exento.” Todas las pasiones de Ana María afloran en sus narraciones orales, en su teatro, en su novela, entre ellas las que se alimentan de una infancia entrañable. “Días atrás participé como invitada en un programa radial dirigido por Hugo Paredero –dice- Y estaba también el filósofo Ricardo Forster, quien recordó una frase que me pareció extraordinaria. La repito: ‘Es muy difícil recuperarse de una infancia maravillosa.’ Es una verdad total. Se convive siempre con ese ensayo de vida que fue tan promisorio y siempre se lo extraña.”

 

Talento y tesón

 

Ana, hay mucho talento en lo que haces, pero también el redondeo refinado de alguien que trabaja mucho lo que hace. ¿Cómo evaluás esa dedicación puntillosa a tu obra? 

A menudo tengo bastante sensación de cansancio físico y no siempre reparo en que es porque pongo mucha energía en lo que hago. Me van saliendo proyectos en forma regular y no les saco el cuerpo, porque me gusta mucho lo que hago. Después, debo reconocer que me agrada mucho pulir mis materiales. En una de las últimas funciones se me acercó una señora y me dijo algo muy lindo: que hacía un trabajo refinado, como el de una filigranista. Que eso era yo. Me encantó el término. Lo cierto de eso es que nunca doy por terminado del todo lo que hago. Aunque el texto parezca, en principio, cerrado, soy de las que siguen depurando cada día. Por supuesto que me aferro también a la repetición de lo que sé que está bien, porque a través de la repetición se profundiza la interpretación. Pero encontrar algún resquicio donde introducir o sacar algo más es siempre muy bueno. El recorrido de la repetición, si se está atenta, y al revés de lo que se podría suponer, es muy revelador,  porque permite el descubrimiento de esos resquicios posibles.
 

¿Cómo decidiste hacer Maní con chocolate II?
La verdad es que mucha gente me preguntaba cuando lo haría. Por mi parte, y mientras oía esa petición, me dedicaba a concretar otros proyectos para tomar distancia del primer Maní con chocolate. Si bien la base de lo que haría en una segunda vuelta era seguir contando películas, mi propósito descartaba la repetición del formato anterior. Al concretarlo decidió que la dirección fuera mía y la puesta en escena compartida con Gonzalo Córdoba. El primer espectáculo lo escribí con Mario Tobelem, quien esta vez me dijo que yo tenía suficiente autonomía como para encarar el nuevo trabajo por mi cuenta. Entonces, ya de entrada, la aventura fue distinta. Y no es que concentré la escritura, la interpretación y puesta por mera omnipotencia. Sucedió que cuando me aparecía una imagen ya venía con el texto y el texto se me representaba en la puesta. Fui haciendo un trabajo que fluía naturalmente, mezclando todos los hilos de la trama de la pieza teatral. De ese modo, mientras lo escribía concebía el texto en el  espacio y la manera en que debía interpretarlo.
 

¿Y cómo fue la elección del repertorio?
Eso fue muy doloroso. Renunciar a tantas buenas y entrañables películas y quedarme solo con algunas fue una elección difícil, que me tuvo bastante angustiada. Elegí en función de la relación entre el encargado de la caldera y la señora que es dueña de la fábrica de fideos donde trabaja el foguista y del palacio en el que ella reside. Y ahí se muestra un repertorio que para mucha gente joven es desconocido porque desfilan por el relato varias películas de los cuarenta y los cincuenta, hay mucho Hollywood: Carta de una desconocida (Max Ophüls, 1948), Sunset Bulevar (Billy Wilder, 1950), Angustia de un querer (Henry King, 1955). Me gustó mucho la idea de evocar a esos directores europeos, como Max Ophüls o Ernest Lubitsch, que tanto hicieron con su talento para mejorar a el cine de los Estados Unidos. Y después surgió el neorrealismo italiano con Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945), Ladrón de bicicletas y Humberto D (Vittorio De Sica, 1948 y 1952). Y un poco más hacia acá Nos habíamos amado tanto (Ettore Scola, 1974). Y, como la sobrina del foguista que soy, me tomé la libertad de  elegir Soñar, soñar  (Leonardo Favio, 1976) o, viniendo un poco más adelante, una película más contemporánea como Un lugar llamado Notting Hill (Roger Michelli, 1999). O sea que la relación entre el foguista y la patrona de la fábrica me determinó lo fundamental del repertorio. Y ese hecho fue muy ordenador. 
 

Que películas extraordinarias. Por suerte, el cine actual produce también filmes muy buenos.
Es cierto, hay un cine muy bueno hoy, pero hay datos curiosos: el cine italiano tuvo una etapa de gloria que no pudo recuperar.
 

Es que es difícil volver a tener a directores de la dimensión de un Fellini, De Sica, Scola, y tantos otros también estupendos.
Eran monstruos y tuvimos la suerte de verlos cuando éramos jóvenes. De formarnos con ese cine. Fue una generación extraordinaria, con esa filmografía se vivió una especie de Renacimiento del cine italiano. 
 

Sí, es un cine al que le debemos mucho.
En este espectáculo trabajé bastante sobre un documental de Martín Scorsese que habla sobre el cine italiano. Cuenta que su padre era un inmigrante siciliano que se ganaba la vida como planchador textil. Y recuerda que siendo chiquito, para él era una fiesta ver a otros sicilianos del mismo pueblo que su padre, que vivían en el mismo edificio,  juntarse en su casa para ver películas en un televisor. Y que de pronto los abuelos descubrían algún extra diciendo un solo texto pero en el dialecto de ellos y era tremendamente conmovedor observar cómo se emocionaban.  Scorsese confiesa en ese documental que no sería el cineasta que fue si no hubiese mamado ese cine italiano de chico. Y como después hizo un documental sobre Hollywood se me ocurrió que, entre los dos polos entre los que se movió Scorsese, podía estar el repertorio que cautivaba al foguista y la patrona de la fábrica.
 

Por otra parte, están también las partituras musicales de las películas, que son muy bellas.
Angustia de un querer tiene una banda sonora que no puede ser. Cuando vi Angustia de un querer por un lado notaba un tremendo artificio en la película, pero por otro me daba cuenta de que había diálogos muy bellos. Cuando ella le dice a él que decida porque es tierno y no hay nada más fuerte en el mundo que la ternura, me mató. Como no se iban a enamorar las mujeres con ese technicolor y William Holden. Y en Picnic decidí dejarme una mano con el guante para hacer de ella y la otra mano descubierta para que fuera él, para hablar también de la tensión erótica, del desplazamiento del erotismo en ese cine, que producía momentos sublimes.
 

¿Y a los jóvenes les gusta el espectáculo?
Al público joven le encantan los pasajes de Angustia de un querer. Para mí, el gran problema con esta película era saber por dónde iba a abordarla. Mi interrogante era por dónde haría su síntesis, porque es una película muy vista por el público. Debía no abundar en lo que se sabe, pero tampoco excederme en la originalidad.  El tema de la superstición de ella está tomado por Hollywood como un dato de color nada más, es el tinte euroasiático, exótico del filme. A mí mi gustó tomar la superstición como eje y también jugar con esos diálogos en los que se dice “arroz malo, arroz malo”, para introducir una ambivalencia en la que no se sabe si son los actores o los personajes los que actúan mal. La gente joven se conmueve un montón con esa película y la disfruta mucho. A mi me pone muy contenta que haya gente grande que trae gente joven y le guste lo que ve.
 

Este espectáculo consolida la evolución que muestra tu trabajo desde la narración oral más simple a una puesta más compleja.
Me interesaba mucho el despliegue en el espacio, Gonzalo Córdoba me decía, viéndome en un trabajo anterior en un café concert, que me notaba muy protegida sentada en una banqueta y con una luz encima. Y que él quería desprotegerme en ese espacio blanco, como si fuera que yo caminase sobre una pantalla de cine en la que se proyectaba todo. Y a mi me encantó ese desafío de recorrer ese espacio y habitarlo, poner más el cuerpo, generar imágenes teatrales que fueran plásticamente bellas y que al mismo tiempo la gente pudiera imaginar la película. Y luego buscar aquel equilibrio del que hablaba antes: no establecer sobreentendidos con el público, pero tampoco aburrirlo  con la información que ya tiene. Y decidir que si se repite algo, que se diga de un modo distinto.
 

¿Cuánto tiempo te llevó el trabajo de la escritura?
Fueron tres meses. Pero ya había venido viendo las películas durante un tiempo antes.
 

Por esos días publicaste también un libro.
Un audiolibro, que se agotó y del que se hará una segunda edición. Se llama Cuentos de humor y amor y está constituido por los relatos favoritos de mi repertorio, que es muy ecléctico. ¿Cómo armé esa antología de relatos? Como sabía que había mucho público que volvía a verme y otro que venía por primera vez, después del tercer relato preguntaba si alguien quería oír algo en particular. Y ahí empezaban los pedidos. Y de esa reiteración de pedidos obtuve este repertorio donde hay cosas muy diversas, como relatos de mi autoría, basados en mi experiencia autobiográfica, La niña sapa, esa joya de Eraclio Zepeda; La casa de muñecas de Catherine Mansfield; Los tres staretzi, de León Tolstoi; un mito popular como La leyenda de la morsa, cuentos de Angeles Mastretta, etc. Y allí el gran reto fue en la soledad de la cabina de grabación no volverme una máquina parlante, encontrar la sensación de estar viva. Eso a pesar de que lo hice con dos músicos  maravillosos que me tuvieron mucha paciencia. Me costaba estar con mi cuerpo. Fue muy arduo, pero no paré hasta que lo logré y me salió como quería. Ahora me ha pasado ya dos veces de detenerme a oír el cd y emocionarme con los relatos. Es una edición hermosa, de tapa dura, y al fondo de todo hay un sobre donde va el cd. El diseño artístico es precioso. Están los originales de los cuentos y en el cd mi versión para la escena. Cada uno puede cotejar el audio con el original y percibir todas las diferencias que hay en ese rito de pasaje de la literatura a la oralidad. Lo editó Emecé.
 

¿Tenés algún otro proyecto similar?
Me gustaría hacer algo similar con poesía de la tradicional, de Lorca, Madariaga, etc. Como fui maestra jardinera tengo como un viejo amor con los chicos y me fascinaría hacer un cd para ellos. Creo que esta vez, con la experiencia que adquirí, lo haría más fluidamente. Y además sería muy lúdico.
 

¿Cómo te fue con tu primera novela, Rosas colombianas. Es un libro que se lee con mucho interés?
Tal vez sea porque fui concibiéndolo como un relato oral que la gente no pudiera dejar de escuchar. Salía a la calle a caminar y me lo iba contando a mí misma. Durante un año tuve el primer capítulo y el tercero, pero no los podía unir, hasta que me apareció el segundo capítulo con esa relación con las dos primas. Me acuerdo que me encontraba con mi asistente, Lourdes, y se lo contaba por episodios y ella lo escribía. Y más tarde me imprimía las hojas que yo corregía, corregía y corregía. Es un trabajo que añoro porque fui muy feliz haciéndolo. Y me muero de ganas de seguir escribiendo. Ya tengo otra novela en la cabeza, tengo un recorrido. Y de lo que estoy muy orgullosa es que el libro gusta mucho a los hombres, no es una lectura de las que se dicen femeninas. Si puedo tener lectores de distintas edades y géneros me parece que el mensaje es más amplio. Me agrada más lo que puede reunir. Hay fragmentos de la novela que me conmueven mucho. En la tercera parte me basé en un hecho autobiográfico, que fue la ida al pueblo de mi abuelo, en España, donde encontré personajes extraordinarios. Toda la narración ficcional empieza a tener en mí la fuerza de un recuerdo muy vívido, entre lo literario y lo personal. Hay un hecho que en la novela transcurre en la segunda parte en la plaza San Martín, y cada vez que paso por ahí digo: acá vivía Clarisa, en ese edificio, como si ese lugar ficcional, del mismo modo que otras lecturas que he tenido, me hubieran tomado a mí como autora o como lectora. Como me pasó al escucharme en el cd, me gusta poder correrme y que me pase eso, que el nivel de impregnación sea tan profundo que no constituya algo que construí para otros sino una construcción personal, muy vívida, donde dejé mucho. Sigo teniendo curiosidad por esas vidas. Por ejemplo, para uno de los personajes en la segunda parte no quería el destino que tuvo pero esa criatura se fue moviendo por su cuenta. Y ya no pude impedirlo.
 

Otro personaje entrañable, en la primera parte de la novela, es Nino.
Te confieso que Nino existió y que lo acompañé a Italia a encontrarse con la madre. Ahora, mi hija Laura, que tiene 23 años, y estuvo en Roma me dice que se encontró con un viejito como Nino que le amoldó un par de zapatos y le dio charla una hora y media. Y que vio además en una vidriera un regalito como el que le había traído de Italia cuando regresé. Ella tenía por entonces cinco años y pensé: mirá como lo de Nino le hizo florecer todos esos recuerdos, que importante había sido ese momento para ella.
Nino era un piamontés que emigró a Buenos Aires porque su mujer le había metido los cuernos y se fue de su pueblo avergonzado. Era plomero y un día llegó a mi consorcio y lo adopté. Y fue un personaje muy literario. Me traía siempre margaritas y era muy porfiado. Tenía ese acento piamontés que me recordaba a mis abuelos paternos. 
 

Que impresionante como lo autobiográfico, obviamente, recreado se introduce en la literatura. Es imposible evitarlo.
Es nuestra fuente nutricia. Nino fue siempre para mí un personaje muy literario. Y yo sentía que era como tener un abuelo piamontés en Buenos Aires. Se llevaba muy bien con mi nena. No sabía que había sido tan importante para mi hija, que ahora está estudiando fotografía en París y estuvo de vacaciones en Roma. 
 

¿El papá de la protagonista es también, aunque sea en parte, tu papá?
Sí, es como mi papá, que murió muy rápido. Y en el hospital donde estuvo pasó eso que cuento: le llevé un pijama y él me pidió que se lo cambiara por otro, porque el color que elegí era el de algunos enfermos que estaban allí desahuciados. Una vez Carlos Ulanovsky leyó ese fragmento en la radio y se quebró. Mi padre sostuvo el humor hasta último momento. Fui cruzando cosas que se sucedieron en un momento y por ahí en la novela ocurre en otro. Me encanta combinar. Lo bueno de la ficción es que se cruce gente que en la vida nunca se hubiera visto o al revés.
 

¿Hay entonces como un puente natural entre la narración oral y la escrita, al menos en tu caso?
Traté de usar frases cortas, una forma rítmica, musical, propia de quien habla coloquialmente, una voz alta, que cuenta. No me salían las frases subordinadas, las frases largas. Quizás porque lo que tenía más cercano a mi tarea artística era una voz coloquial. Y me salió de entrada en primera persona, como la nueva me salió en tercera. Fue para mí una exploración muy interesante porque se trata de mi primera novela. Estoy muy satisfecha porque, al haberla escrito de grande, trabajé mucho en la estructura. Tenía, como narradora, experiencia en adaptar textos ajenos y empezar a crear los propios pero eran textos más breves, eran relatos de diez minutos, quince, que escribía para la oralidad. Y después hice lo de Emma Bovary que fue muy arduo y Hasta que me llames, que mezclaba La Odisea con La flor de mi secreto y un relato autobiográfico. Me fui entrenando para la escritura hasta llegar a la novela y me doy cuenta que mi gran deseo sería disponer de más tiempo para escribir.
 

Tenés que hacerlo.
Además es un trabajo mucho más íntimo, más privado, donde no siento el nivel de exposición que es estar en un escenario. Y es creativo, no he sufrido la sensación de angustia de tener la página en blanco, de la que tanto se habla. Sí el deseo de que lo escrito esté mejor, pero no esa angustia existencial. Mi oficio maduró en mi trabajo previo. Escribía desde antes en voz alta. Los trabajos de adaptación son trabajos de escritura pero no me daba cuenta de eso. Esta novela me abrió en ese sentido una nueva ventana.

 

La memoria y las musas

Ana María está contenta con todo lo que le pasa. Lo dice de nuevo. Ha recibido recientemente el Konex de Platino por su labor y una vez más apela a su humor para contar el hecho. “Cuando me llamaron para anunciarme el premio, le pregunté al señor que me hablaba: Usted está hablando con Ana María Bovo. ¿Está seguro que no se ha equivocado? Y me dijo que no”, se ríe. Uno de los motivos de su dicha es también que está avanzando en su nueva novela. “Le encontré un final curioso –adelanta-, pero no quiero revelar mucho todavía. Se trata de la historia de un matrimonio que solía ver en San Francisco y lo que yo supongo que había detrás de sus vidas. Como siempre hubo un dato sensorial, una imagen, que me desató el proceso de búsqueda. Había viajado a mi ciudad y pasé frente a la vieja casa donde vivía esta pareja y la puerta de entrada estaba semiabierta, aunque encadenada. Me asomé por el pequeño espacio que dejaba observar el interior y descubrí de pronto unos mosaicos que veía siempre y cuya percepción me produjo un estallido increíble de recuerdos. Y ahí despertó la novela. Qué extraño: esos lugares que uno transita con frecuencia en la niñez o la adolescencia sin prestarles demasiada atención y después, a través del tiempo, cobran tanta relevancia. En ese aspecto la memoria es una caja de alumbramientos inesperados. Creo realmente en la memoria como la inteligencia creadora de la que habla el español José Antonio Marina, como la madre de todas las musas. A mi ha servido muchísimo. De esos datos que ella aporta, la imaginación se embebe de energía e interés y vuela para recrear historias que vinculan hechos que tal vez no tuvieron relación con lo que pasó en la realidad o para inventar otros, pero que pujan por tomar vida nueva. Allí creo, en ese tesoro que almacena los fotogramas de nuestra existencia, o de parte de ella, están los gérmenes de la creatividad.”
Es cerca de medianoche. Y Ana María debe ir a descansar. A reponer energías para la tarea del día siguiente, sábado, en que dictará un taller y hará otra función de su espectáculo. Ella también es una sembradora como su abuelo, se nos ocurre. Pero de fuegos. No los que destruyen la vida, sino los que ayudan a edificarla. Los que prenden los sueños que forjamos con las astillas que recibimos, según dice Saer, los fuegos  imprescindibles con que las palabras y la pasión tonifican el alma y disparan las fantasías, los que iluminan y entibian la nocturnidad de los hogares  y reúnen a los espíritus que se aman, los que derriten la gélida dureza del egoísmo y la insensibilidad humana, los que alientan “el poder de los que no tienen poder”, como diría John Berger. Ahí está ella y la miramos una vez más con atención antes de saludarla e irnos también. Tan delicada como la veían esos novios a los que su papá, Walter, les vendía los muebles de casamiento. Y tan poderosa manejando los duendes de la imaginación.  Tan dispuesta a complacer aquel deseo de su padre que, a la vuelta de esas experiencias de venta, le decía con toda naturalidad: “Ahora, contalo vos.”           

                                                                                                                                 Alberto Catena
 

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