La reunificación de las dos Coreas
La reunificación de las dos Coreas. Texto de Joël Pommerat. Dirección: Helena Tritek. Iluminación: Verónica Alcoba. Escenografía y vestuario: Sebastián Sabas. Selección musical: Helena Tritek. Entrenamiento de movimiento: Elizabeth Rodríguez. Elenco: Ingrid Pelicori, Pablo Lambarri, Maruja Bustamante, Natalia Cufiuffo, Caro Solari, Esmeralda Mitre, Javier Pedersoli, Mario Alarcón, Agustín Rittano y Alejandro Viola. Duración: 120 minutos. Sala Cunil Cabanellas del Teatro San Martín.
Para quien no tenga memoria del autor y director francés, Joël Pommerat habrá que recordar que es el creador de Todo saldrá bien. Fin de Louis, ficción inspirada en la Revolución Francesa de 1789 que fue presentada con gran suceso el año pasado en el mismo teatro San Martín, aunque en la sala Martín Coronado. Era un espectáculo de cinco horas, con dos intervalos, en el que trabajaban 14 actores de la compañía francesa Louis Brouillard bajo la dirección de Anne Amézaga. A pesar de la duración del texto, de mucha calidad pues indagaba en los motivos que llevan a los hombres a enfrentarse con el poder y las nuevas relaciones que surgen a partir de ahí entre ciudadanos y sociedad, la obra jamás se tornaba tediosa ni provocaba fatiga, gracias especialmente a una puesta muy dinámica y con actuaciones llenas de brío y buen nivel interpretativo.
Este buen antecedente predisponía bien para ir a ver La reunificación de las dos Coreas (2015), si bien el tema era por completo distinto: las duras vicisitudes del amor. No las del poder, como en la anterior pieza mencionada, aunque a veces –a menudo podríamos decir- los bordados de ambas pasiones se puedan entremezclar. Fuera de este antecedente, otros dos buenos datos que se conocían eran que, para esta versión de la pieza, se contaba con un elenco de diez actores y actrices de primera línea y una directora, Helena Tritek, que es toda una garantía por su capacidad. Y la verdad es que el espectáculo no defrauda ni un minuto de las dos horas que tarda, y es tal vez, con las diferencias del caso, porque se trata de dos obras distintas, de la misma jerarquía que el que vimos el año pasado.
El libro está constituido por dieciséis episodios o historias de la vida amorosa, en cuyas peripecias el público de alguna manera podrá reconocerse o verse identificado. Joël Pommerat no es exactamente un autor que parezca creer en el amor o, mejor dicho, que tal vez pueda creer en él, pero no de una manera absoluta y eterna, sino como un fuego de corto alcance y que, en algún punto de los laberintos por donde se enciende o transcurre una relación, finalmente se pierde o extingue. Hay algo casi inasible, inatrapable en los caminos de Eros, que difícilmente lleguemos a dominar y que, cuando lo logramos, es porque ya, de algún modo, lo hemos enterrado. Es una marca de carencias, misterios y malentendidos que atraviesa casi siempre los vínculos y que, llegado un momento, rompe el amor como a un espejo, dice el autor, que se estrella contra el suelo sin que sea posible recomponerlo
Lo interesante es que Pommerat no muestra esta naturaleza mutante y compleja de las relaciones con un color fúnebre. Utiliza mucho el humor absurdo, los cortocircuitos de la incomunicación o el disparate incluso, sin ocultar tampoco que tras esa tela más ligera o vaporosa de las ridiculeces humanas es posible entrever una realidad que con frecuencia desgarra, produce dolor, como siempre lo suscita la muerte de las cosas que queremos o amamos. Y en ese aspecto, entre la melancolía y la risa, estas dieciséis secuencias nos llegan al corazón con mucha fuerza, despertando en nosotros una hilaridad que a veces se parece más a la risa nerviosa del que se angustia o se desconcierta ante un hecho que lo supera en su comprensión, en esa lógica que siempre queremos aplicar a la vida para que no nos sorprenda ingratamente.
La dirección de Helena Tritek es impecable y mueve a los actores y actrices con certera habilitad dentro de esa “u” con bordes iluminados que fabrica sobre el espacio de la Cunill Cabanellas. Encantadora la música y visualmente llamativos los vestuarios, que la iluminación contribuye a exhibir en una detallada visión. En cuanto a las actuaciones parecería casi odioso destacar a un actor por sobre otro, porque todos cumplen una maratón de sobresalientes performances individuales, precisas en la sincronización y muy virtuosas en lo interpretativo. Pero contrariando esa afirmación anterior y sin que eso signifique menoscabar en lo más mínimo la excelencia de todas las demás actuaciones, diré que dos o tres escenas de Ingrid Pelicori, Mario Alarcón, Agustín Rittano y Maruja Bustamante, me parecieron perfectas, en el caso de la primera de las mencionadas en especial la escena inicial –por el valor con que trabajó la semántica de cada gesto, de cada palabra- y la que encarna a la mujer con Alzheimer. Un trabajo, el de todos, que nadie debería perderse, porque si es verdad que el amor es evanescente e inaprensible, lo que deja en el recuerdo, si es bueno, resulta, como una buena actuación, inolvidable.
Alberto Catena