La memoria de Federico
Estrenada en Buenos Aires durante la última celebración de Agosto Poético, clásica convocatoria que realiza el Centro Cultural de la Cooperación todos los años, la obra La memoria de Federico ya había experimentado su bautismo de fuego en 2016 en Asturias. No es extraño porque, aunque la actriz es argentina, su autor y director y los personajes evocados constituyen españoles de pura cepa. Eso, además de haber sido un espectáculo concebido en el marco del Proyecto Xirgu/Lorca, donde fue ganador del premio de coproducción de Iberescena. El texto de Etelvino Vázquez imagina los varios y prolíficos encuentros que en vida tuvieron la eximia actriz catalana Margarita Xirgu y el extraordinario poeta granadino Federico García Lorca, unidos durante años por una entrañable amistad y una actividad artística en común que se reflejó en el hecho de que ella le estrenara como protagonista varios de los mejores textos teatrales del poeta.
La relación entre ellos comienza en 1926, cuando García Lorca le acerca el manuscrito de Mariana Pineda y la actriz decide hacerlo, transformándolo en un suceso teatral memorable en su país. De allí seguirán La zapatera prodigiosa (1930), Yerma (1934), Doña Rosita la soltera (1935) y también en ese año un reestreno de Bodas de sangre, que era de 1931 y se había estrenado por otra compañía en 1933, con Josefina Díaz de Artigas en el papel de la novia. La Xirgu la retomó en Barcelona también con un formidable impacto en el público. Y un hecho curioso: filmó también con la obra una película en la Argentina bajo la dirección del reconocido autor y crítico Edmundo Guibourg. La notable actriz haría también en Buenos Aires La casa de Bernarda Alba, la última de sus piezas teatrales de Gracía Lorca, escrita dos meses antes de que lo fusilaran los esbirros de la Guardia Nacional de Francisco Franco en un barranco camino de Viznar a Alfacar. “El crimen fue en Granada”, clamaron por entonces unos estremecedores versos de Antonio Machado.
Esa simbiosis de amor artístico entre la actriz y su autor, que extendía también sus dulces y entrañables raíces en el reconocimiento que también se prodigaban en el plano personal, es la médula de este bellísimo espectáculo, que comienza con Margarita entregada a la remembranza que le provoca una pequeña valija abierta en la que se ve un retrato de Federico y otros objetos, entre ellos cartas enviadas por él. Desde esta sencilla pista de despegue, como mínimo y a la vez poderoso estímulo, Margarita iniciará su revelador itinerario hacia los recuerdos que su memoria guarda de los momentos más plenos de su relación con el autor de Bodas de sangre, los momentos que la unieron al poeta en otros años, los pasajes de varias de las obras que llevó a escena, algunos intercambios epistolares de enorme ternura, sus diálogos intensos e inteligentes, en muchísimas ocasiones empapados de alegría, en otros trasuntando las primeras señales del temor, sobre todo de parte de ella, que provocaba la atmósfera de amenazas y desprecio que se empezaba a vivir en España. Todo eso hasta llegar a la fecha en que ella decide salir en gira teatral hacia Sudamérica (comienzo de su exilio), poco antes de que estalle la guerra civil que desangró a España, y le aconseja a él que la acompañe para protegerse de los posibles riesgos de una represalia. Y él, demasiado incauto, le contesta que cree no correr peligro, que se verán unos meses después.
Sobrecogedora ingenuidad de un alma pura que ni siquiera pudo alcanzar a comprender la potencia de su arte, el efecto demoledor y el profundo rencor que despertaba entre las retorcidas mentes autoritarias de la sociedad, la pintura que su obra plasmó de una España trágica, confesional, oscura y criminal, que, en definitiva, no era otra cosa que la que ahora reivindicaba con su irrupción el franquismo bajos los fastos de un falso nacionalismo. Y pagó ese precio, como lo pagaron ese otro poeta excelso que fue Miguel Hernández –éste dando lucha desde la cárcel- o el tan querible y fundamental Antonio Machado, muerto de tristeza en el exilio. Cualquier muerte de un hombre o una mujer a manos de un semejante por motivos relacionados con el odio, la irracionalidad, la intolerancia, el racismo, el afán de explotarlo o despojarlo injustamente de algo o cualquier otro de los estigmas malditos que asuelan a la humanidad, constituye, tal vez hoy más que nunca, una vuelta a la edad de piedra de la convivencia social, una edad de la que es posible que no hayamos salido nunca por más brillo que haya procurado el “progreso”. El asesinato de un poeta lleva ese gesto de animalidad a su máxima expresión, porque en la creatividad de esos seres se condensa, como en ningún otro trabajo de un humano, esa luz incomparable que nos hace pensar en que la vida puede ser definitivamente mejor, más próxima a la belleza que al barro.
Todos estos sentimientos y palabras que expresamos en busca de contornos que puedan definir lo que realmente quieren significar, no podrían haber aparecido en este comentario sin haber sido generadas, además de los valores propios del texto, por una labor escénica excepcional de Cecilia Hopkins, una actriz, bailarina e investigadora como hay pocas en este país, una artista que ha desarrollado una gran obra sin ostentar más publicidad que la de su propia hondura y por esa razón, asaz de las estéticas, desata una ola de admiración entre los críticos cada vez que presenta un trabajo suyo. Ya le habíamos visto entre sus montajes anteriores El león de la metro (2001), La recaída (2002), Milonga desierta (2005) y Gemma Suns (2009), todas ellas trabajadas en un estilo de alta sutileza, plasticidad y profundidad de sentido. Pero, en La memoria de Federico es como si todas sus sabidurías teatrales lograran el ámbito ideal para concentrarse y sintetizarse, sin que unas molesten a las otras ni parezcan nunca que alguna sobra o está de más. Todas se reúnen para construir un universo poético integral, exacto, abundante en imágenes hermosas, de una calidad que fascinan la capacidad de disfrute visual del espectador y le llenan el corazón de emoción.
Cecilia, además de una periodista de lujo, dramaturga, ensayista, directora y docente, es también una artista que se ha formado con una rigurosidad absoluta en todas las disciplinas que ha asumido. Es una conocedora puntillosa del teatro Kathakali, un estilo de danza teatro clásico de la zona de Kerala, que aprendió durante su viaje a la India; de las danzas balinesas, propias de la isla de Bali, Indonesia; del teatro Noh y el Kabuki, y de las enseñanzas impartidas por la escuela Odin Teatr. De algún modo, todos o gran parte de esos secretos aprendidos en largas horas de observación y práctica son volcados en esta puesta sin alterar o estetizar en forma inoportuna el espíritu de la invocación de Federico García Lorca, presidida por un tono elegíaco de calmo dolor nunca traicionado. Esa es la magia de un talento creativo capaz de oxigenar la sustancia del hecho escénico con recursos venidos de distintas vertientes, pero sin arbitrariedades sino fusionándolos en una concepción única y armonizadora que los une naturalmente y les da una dimensión distinta. De este modo, Cecilia canta deliciosamente una nana, recita un verso, habla con el tono andaluz de Federico o el castizo de Margarita, mueve las telas del vestuario y algunos otros objetos con una destreza que va dibujando distintas y atractivas formas. Y baila, haciendo del uso del cuerpo un instrumento tan poético y contundente como la palabra. Porque, cuando la imagen del cuerpo y palabra se necesitan, no hesitan en asociarse y cuando deben separarse lo hacen sin extrañarse, sabiendo que en algún momento volverán a latir juntas, reconociéndose como partes inescindible de un mismo objetivo y juego, que es el de crear sortilegio.
Alberto Catena