Jazmín de invierno
Jazmín de invierno, obra teatral de la autora Carla Moure, conocida como modelo y novia del realizador Sebastián Ortega, pero con escasos antecedentes previos en la escritura escénica, es una historia que trata del secuestro de una niña por parte de una pareja que no puede tener hijos y la captura con el fin de formar con ella una familia. Cuando la pieza comienza, los supuestos padres hablan de que han logrado constituir un grupo feliz y en armonía. En ese presente, la niña es ya una adolescente, que está por cumplir los quince años, y hace ocho que ya está secuestrada. Hay pocos datos de cómo se la llevó a la casa –tendría siete años más o menos al ser raptada y salía del colegio, eso sí se sabe- y de cómo se fue adaptando a la nueva familia. En algún momento pregunta por su madre, pero hay algo que le han contado seguramente de ella y que no trasciende. Poco a poco, los nuevos progenitores, que aparecen como seres más o menos comunes, van comenzando a mostrar facetas extrañas: él es un hombre muy sometido a sus creencias religiosas e impone una convivencia con su mujer y la adolescente muy enclaustrada, no deja que nadie del exterior se acerque a la casa, aunque como trabaja en una labor que lo relaciona con la recolección de basura, la acumulación de bolsas con residuos producen olores que molestan a los vecinos. Y poco a poco, comienza a surgir, en lo que al principio se exhibía como una aparente normalidad, los signos, las grietas de algo siniestro que, entre otras cosas, describe un intento de violación del padre con la niña secuestrada cuando la mujer le dice que calme su sed de sexo con la chica. El conflicto, ya en plena marcha, tendrá un desenlace violento cuando este hombre balea a un vecino que protesta por la basura acumulada en su terreno y lo amenaza con denunciarlo a la policía.
Trabajada sobre un hecho real, este thriller social como denomina el comentario del programa de mano a la obra, no da mayores pistas sobre cuál fue ese suceso. Sí, se proyectan por video imágenes de noticias que informan sobre otros casos similares que ocurrieron en algunos países de Europa. Sin duda, el tema es de una actualidad palpitante y dura: el secuestro o la desaparición de criaturas es un flagelo universal. Aquí parecería que se trata más para reflexionar sobre el extraño razonamiento que domina a los seres humanos que cometen estas atrocidades y las consideran justificables, hasta el punto de declarar los cónyuges ante la justicia –se supone que es ante la justicia cuando hablan al final frente a los micrófonos- que no están arrepentidos de haber privado de la libertad a la niña y menos de haber abusado de ella. En cuando a la conducta de la niña, que al entrar en la adolescencia aspira a una libertad que le es negada en ese entorno, no parece estar bien desarrollada a lo largo del texto, deja demasiados hilos sueltos o poco claros sobre la evolución de ese sentimiento, que al principio no parece provocarle conflictos. Solo al final la asalta como una especie de desesperación, viviendo el resto como demasiado normal. Es como si la necesidad de marcar ese contraste entre lo que se ve o se interpreta como presuntamente armonioso y lo que luego termina siendo la realidad –el acto criminal de un desvariado- lleva a no ajustar otros detalles que podrían hacer más creíble la historia, más gradual y comprensible en su desarrollo. Hay otros detalles de la puesta, como la abundancia de basura en el interior de la casa, que tampoco parece demasiado viables para una familia que intentar simular una vida normal. Nadie parece estar muy molesto con esos bultos ni con las fragancias que se presume desprenden. Corina Fiorillo ha trabajado sobre los actores tratando de que sigan las líneas psicológicas a las que apunta el texto, pero no puede disimular en su trabajo –acaso sea imposible- que queden expuestas las falencias del libro. Roberto Vallejos es quien mejor logra la caracterización de su personaje. También cumple con eficacia su rol Silvina Bosco, aunque sin estar a la altura de algunas de sus últimas y excelentes composiciones. Tampoco a ella la ayuda la obra. Por su parte, es una grata revelación en teatro Maite Lanata, a la que hasta ahora se la había visto más que nada en televisión. Y complementa bien a estos tres actores Roco Sáenz como el vecino y en sus intervenciones con guitarra y canto. La escenografía –en base a cajas de cartón, bolsas de basura y algún mobiliario elemental que configuran la pieza de la niña, la cocina de la familia y un lugar de estar, dan, junto con la luz, una sensación penumbrosa que se ajusta al clima general del drama.