Hambre y amor
Hambre y amor. Versión de Hedda Gabler, de Henrik Ibsen. Autor de la versión y director: Ricardo Bartis. Intérpretes: Marta Bogdasarian, Pablo Díaz, Carolina Faux, Leo Martínez, Micaela Rey y Jade Sirkin. Vestuario: Leonel Elizondo. Espacio escénico: Ricardo Bartis. Música: Manuel Llosa. Duración. 60 minutos. Sportivo Teatral, Thames 1426. Viernes: 21 horas; Sábados: a las 21 y 23 horas.
Para un director como Ricardo Bartis, que buscar escapar siempre en sus montajes a la idea de “representación” y a un modelo de actuación acomodado a ella, elegir una obra como Hedda Gabler, de Henrik Ibsen, uno de los padres de la dramaturgia moderna y autor de textos canónicos del realismo teatral, debe haber sido un desafío intenso, difícil de transitar. Lo prueba, entre otras cosas, un intento de llevar a escena ese título una década atrás y el abandono del proyecto a los meses de empezar por no encontrar el camino estético adecuado que lo dejara conforme para su versión. En otro contexto, el año pasado, y luego de un trabajo de largos meses con varios de sus alumnos, logró armar una nueva versión que, aun con las dudas que le provocaba, consideraba dignar de ser estrenada, mostrada al público. Y así lo hizo en varias funciones de presentación a finales de 2016.
Luego de esas funciones, realizadas en el Sportivo Teatral, la versión se ofrece de nuevo desde marzo pasado en el mismo lugar y con casi el mismo elenco. Solo hubo un reemplazo, el de una actriz en el papel de Julia Tesman, la tía del esposo de Hedda Gabler. La interpretación actual está más ajustada, como si se hubiera despojada de cierta hojarasca gestual innecesaria. Luce más límpida y precisa. El espacio en el que se desarrolla la obra es el mismo, aunque se le han sustraído algunos retratos que le daban una temporalidad demasiado localizada. Es un ámbito muy bellamente construido y al que se accede por una escalera y que comunica a través de un corredor rodeado de una baranda hacia otro parecido que lo enfrenta. La iluminación crea en todo momento una sensación penumbrosa, decadente, como la de un medio donde es angustioso vivir.
A pesar de que Bartis ironiza por momentos con lo que señala como exceso de información en el texto de Ibsen, nunca lo trata con desconsideración y trata que las situaciones donde late el corazón más dramático de la obra, su sustancialidad teatral, sean explotadas al máximo por la actuación y la dinámica escénica. Es verdad que ese Bartis está algo alejado de ese estilo irreverente y de ruptura que le conocemos, pero meterlo en ese carril no le hubiera permitido mantener una cierta fidelidad que no desnaturaliza la historia, que, de todos modos, está muy condensado. La versión cuenta lo esencial de la peripecia en una hora. Y es sobre esa espina dorsal más apretada, pero en la que se sigue reconociendo la vieja obra, que introduce su visión, su mirada, lo que hoy conceptúa como más rescatable de ese clásico. Un tratamiento que impide que una “verdad” natural o más psicológica, como la que se suele acompañar a las puestas del maestro noruego, empañe el sentido que él le da a su teatro, su sentido del ritmo, las características que desea conferirle a la interpretación actoral. Y logra así una versión que, sin estar entre lo más destacado de su producción, tiene siempre los destellos de su conocida calidad.
Como resultado final, la versión de este Ibsen se corporiza con un acento más fuerte en lo sociológico que en lo psicológico, si bien este último aspecto está igualmente presente, porque no hay ningún rasgo psicológico que pueda florecer fuera de los canteros sociales que le dan alimento. Hedda Gabler es mostrada así como una mujer cuya condición social no le permite romper las cadenas que han atado su vida si no es con un acto de brutal agresión sobre sí misma y no sin antes haber lanzado al suicidio a su amante, al que se siente atraída de un modo perverso y destructivo, como lo demuestra en la acción de quemarle su obra maestra. Su existencia es profundamente egoísta y prefiere borrarse del mapa antes que aceptar su fracaso y su imposibilidad de derrotar, de someter al otro. Ibsen reflejaba ya en la segunda década del siglo XlX esa pulsión de muerte que anida en el sistema burgués como un cáncer se expande hacia todos lados y a veces toca a sus propios protagonistas, pero siempre más a los otros. Pulsión de muerte que no es la que lleva naturalmente de la vida a la muerte, aceptada o no, sino la que corta la existencia en cualquier etapa y lo hace por efecto de una despiadada ambición de apoderarse de todo lo que es ajeno. Mal de época, que ya Ibsen podía captar en los antepasados de esa clase desenfrenada que gobierna hoy el planeta.