El casamiento
El casamiento. Autor: Witold Gombrowicz. Adaptación y dirección: Michal Znaniecki. Elenco: Luis Ziembrowski, Roberto Carnaghi, Laura Novoa, Nacho Gadano, Federico Liss, Emma Rivera, Gabo Correa, Tomás Rivera Villatte, Luis Almeida y otros. Música original: Hadrian Tabecki. Iluminación: Luciana Gutman. Escenografía: Luigi Scoglio. Sala Martín Coronado del Teatro San Martín. De miércoles a domingo. Duración: 100 minutos.
Si quisiéramos sintetizar de qué trata El casamiento, pieza teatral de Witold Gombrowicz de 1948, la segunda que escribió después de Ivonne, princesa de Borgoña, podríamos decir que gira en torno a la historia de un soldado, que obviamente no es el de la obra musical de cámara de Igor Stravinsky, basado en un cuento popular ruso de inspiración fáustica y al que persigue Lucifer para hacerle pagar el robo de un violín. Sin embargo este soldado de Gombrowicz, llamado Enrique, a su manera ha tenido también su propio infierno, que es la guerra. Y de ella vuelve cuando encuentra a la sociedad donde vivió y creció totalmente tomada por la amoralidad, el desorden y el sinsentido. Ese estado de cosas, al regresar del frente, envuelve a lo que era su familia y su ex novia. Y entonces, como haría un creador, que partiendo de un material en bruto se esfuerza por producir otra cosa, intenta soñar una sociedad onírica distinta a la que ve, inventa personajes y los une o enfrenta con ese fin, convive con ellos, los introduce en su vida.
Pensar que esto se expresa en la obra de manera literal o así de claro es algo que el espectador nunca comprobará en una puesta de El casamiento, porque esa misma confusión y caos que Enrique descubre en su medio se trasladará luego a la escena, a los diálogos y las conductas de los personajes, que viven contradiciéndose, cambiando de tono y humor a cada rato, peleándose o amigándose según las necesidad que se les presente, adoptando decisiones inesperadas, influenciándose recíprocamente. Típico texto de fines de la Segunda Guerra Mundial, el de Gombrowicz, aunque con improntas propias, se puede alistar dentro de una corriente de creadores teatrales que, tal vez por comodidad, fueron llamados del absurdo, distintos en cuanto al tratamiento poético que daban a sus obras, pero emparentados todos en la convicción de que, durante y luego de esa conflagración bélica, la humanidad había ingresado a una etapa caracterizada por la decadencia y la derrota de la razón, consecuencia de lo cual resultaba el evidente predominio de lo ilógico, de la barbarie, fenómeno que se ha prolongado hasta nuestra actualidad. Esa corriente sentía con mucha fuerza también la certeza de que las formas realistas no eran ya aptas para reflejar las nuevos contenidos del mundo y en general sus obras se desarrollaban bajo el imperio de la experimentación y lejos de los clásicos cánones de la tensión dramática habitual y las estructuras aristotélicas.
Gombrowicz, cuya producción como novelista y dramaturgo es bastante más rica que esta visión simplificada y reduccionista que hacemos de esa corriente, se adhirió, sin embargo, a muchos de esos preceptos y escribió un teatro a menudo abstruso y siempre delirante, en el que combinaba el divagar poético con conceptos filosóficos, tal como es toda esa disquisición acerca de que el drama es, ante todo, el drama de la Forma, el eterno conflicto con ella. Y es por ello que Gombrowicz mismo consideraba su texto como “irrepresentable”. A pesar de esto, y lo largo de las últimas décadas, sus obras una y otra vez se han representado. Se han llevado a escena, considerando sobre todo que, en la libertad absoluta con que se mueve el autor para escribir su texto, el director encontrará también, como lo dice Michal Znaniecki, su propia libertad para construir con esos signos un universo estético que lo defina a él mismo y que le pueda transmitir al público elementos reconocibles en su experiencia personal. Un universo que, dicho también con palabas de Znaniecki, está hecho de retazos, de fragmentos, de pedazos de un rompecabezas que es posible nunca se termine de armar.
No por nada se lo vincula a Gombrowicz al postmodernismo, aunque habría que decir al respecto que hay un conjunto de visiones demasiado light en esa corriente –por lo menos entre determinados autores- que difícilmente hubieran seducido a un pensador iconoclasta como Gombrowicz, que abominaba de instituciones al estilo de la iglesia, el ejército, la familia o el matrimonio. Esta suerte de farsa existencial sobre el hombre de la postguerra que es El casamiento pretende precisamente satirizar a una sociedad mordida por la corrupción y la ausencia de ética, que somete al otro en cualquier circunstancia y le extrae su sangre. De hecho los padres de Enrique y su prometida, María, son seres sometidos, que forman parte del mismo engranaje de deformación de los semejantes. Enrique lucha contra las circunstancias de ese mundo exterior y quiere cambiarlo, sin darse cuenta que a menudo él es también víctima de las mismas operaciones que repudia, porque así de contradictoria es la criatura humana.
En la confrontación con este texto, el polaco Michal Znaniecki privilegia el montaje visual, la idea de un espectáculo llamativo y con suficiente ritmo, más confiado en la imagen que en el texto para poder llegar al entendimiento del espectador y conmoverlo con algunas de las ideas que Gombrowicz quiere explayar en su obra. En ese trabajo de composición escénica el director utiliza también, para reforzar los objetivos de su realización, el diálogo y contrapunto con materiales de otros creadores de su país, como Witkiewicz o Tadeusz Kantor. Con todas estas herramientas a mano, y salvo algunos pequeños pasajes donde el trámite se hace algo pesado, la mayor parte del espectáculo es fluido y entretenido. A ello contribuyen sin ninguna duda las buenas actuaciones de profesionales tan destacados como Luis Ziembrowki como el soldado, Roberto Carnaghi, Laura Novoa y Federico Liss.
A.C.