Crítica de teatro: Noches romanas
Noches romanas. De Franceso D’Alessandro. Traducción: Hugo Zanón. Versión y dirección: Barney Finn. Elenco: Virginia Innocenti y Osmar Nuñez. Diseño de escenografía: Alejandro Mateo. Diseño de iluminación: Eli Serlin. Diseño de vestuario: Mini Zuccheri. Música original: Diego Vila. En el Centro Cultural de la Cooperación.
Anna Magnani, la excelsa actriz italiana, y Tennessee Williams, el notable dramaturgo norteamericano, fueron entrañables amigos. Aunque el autor sureño no ofrece precisión de cuando la conoció en sus Memorias, donde ofrece un agudo y cálido retrato de la actriz, es posible que haya sido durante la larga estadía que disfrutó en Roma allá por 1948. Su relación con ella, como cuenta en el libro mencionado, sumaba a Frankie Merlo, su gran amor siciliano, que lo acompañaba a buscarla a los altos de Palazzo Altieri los días que decidían salir de parranda a la noche. Después, Tennessee concibió La rosa tatuada, que se afirma la escribió pensando en la Magnani y dedicó a Frankie. Entonces la amistad tuvo una coda, una prolongación también en el plano artístico. La actriz intervino en la versión filmada de la obra, junto a Burt Lancaster, y su trabajo la hizo acreedora de varios premios, entre ellos el Oscar a la mejor actuación. Unos años más tarde hubo otra película sobre un texto de él, Piel de serpiente, con Marlon Brando. Y otros proyectos, pero sobre todo los vinculó una relación profunda. “Miraba totalmente de lleno a los ojos de cualquier persona que tuviese adelante y jamás en todos los años esplendorosos que duró nuestra amistad, oí una palabra falsa en sus labios”, la describe con una enorme admiración Williams.
Partiendo del conocimiento de esa relación, sobre la base de algunos testimonios que existen, pero con plena libertad de que era necesario apelar a una zona que solo podía resolver la ficción, el autor italiano escribió Noches romanas, que es una travesía en la que se recrean distintos y posibles encuentros a lo largo de los años entre ambos artistas en la casa de Anna, esa desde la cual el autor norteamericano adoraba observar la vieja y deslumbrante belleza de Roma. Anna, que había estado profundamente enamorado de Roberto Rosellini, quien la dejó por Ingrid Bergman, y ese Tennessee sometido a una continua inestabilidad emocional y frágil a los desencantos amorosos, encuentran en esa veta un motivo de identificación que los une. También él tiene a su hermana, que ha sido expuesta a una criminal lobotomía y Anna tiene un hijo que sufre poliomelitis.
Estos puntos de contacto, y los naturales que surgen del hecho de ser ambos artistas de una poderosa sensibilidad humana, llevan a la obra a la tentación de trazar cierta simetría en sus vidas, que, sin embargo, parece por momentos un poco forzada. Porque, a pesar de algunos de esos sufrimientos comunes, eran seres totalmente distintos: ella era una mujer temperamental y muy segura, y de ese modo se enfrentaba a las dificultades de la vida, él era un hombre acosado por sus atribulaciones y débil frente a los hábitos que, como el alcohol, lo venían minando. Lo que más los vinculaba en un lazo fraterno y de intensa calidez era precisamente esa sensibilidad, que hizo de ellos artistas únicos e irrepetibles.
Barney Finn ha logrado una puesta de mucha belleza y fina emotividad. Ha contado con una preciosa escenografía y una iluminadora excelente. Y todo el desarrollo de los encuentros se mueve en el marco de una decantada sobriedad, que no merma en ningún momento la intensidad de los sentimientos, si se excluye cierto baile final que aparece como un poco cursi. Hay que apuntar además como aporte notable a la excelencia de la versión las actuaciones de Osmar Nuñez, en una de sus labores más destacadas de los últimos años, y la de Virginia Innocenti, que un poco preocupada por dar el tipo de la actriz, de su fuerte temperamento, incurre más de lo necesario en algunas poses un poco cantadas, pero sin desmerecer nunca el nivel de su trabajo, que alcanza pasajes conmovedores.