Crítica de teatro: Los pájaros cantan en griego
Los pájaros cantan en griego. Autor: Marco Antonio de la Parra. Elenco: Víctor Hugo Vieyra, María Ibarreta, Diego S. Akselrad y María Kreser. Escenografía: Marcelo Salvioli. Iluminación: Soledad Ianni. Vestuario: Cecilia Carini. Música original: Osvaldo Aguilar. Teatro Cervantes. Duración: 1 hora, 30 minutos.
Las turbulencias de la creación, la amargura e insatisfacción que un autor siente ante la incertidumbre del valor de su obra, y el temor a las consecuencias que un fracaso provocará en su futuro económico y su estima personal, constituyen el núcleo fuerte de esta pieza del conocido dramaturgo chileno, Marco Antonio de la Parra, de quien en el país se han conocido otros títulos, el más reciente de los cuales, junto a Los pájaros cantan en griego, es El loco de Cervantes.
Para quienes conocieron algo de la vida del gran narrador chileno José Donoso no es difícil descubrir que muchas de las vicisitudes que se cuentan en la historia tienen algo que ver con él, hecho que de la Parra confirmó en una entrevista, recordando además que el propio nombre de la obra pertenece a unos versos que en su delirio recitaba la escritora Virgina Woolf (según le reveló Donoso). Pero hay varios otros indicios que lo asemejan: la homosexualidad velada, que la mujer le reprocha al personaje, los estados de quiebre de la salud que continuaban a la finalización de un libro.
Incluso el personaje de Manuel Cienfuegos está inspirado en una criatura de la novela de Donoso Dónde van a morir los elefantes. Lo más interesante de todo, sin embargo, porque todos los datos previos no son más que fuentes de nutrición en absoluto legítimas del autor, es cómo un detalle que se describe en El loco de Cervantes se cuela en esta pieza. En ella, el creador de El Quijote escribe una novela queriendo ser un dramaturgo, no un narrador.
Acá ocurre ese mecanismo pero al revés. Donoso escribe una obra de teatro que, en rigor, parece una narración. Hay un conflicto a la vista pero que, una vez planteado, queda como empantanado, no progresa. Y ese rasgo, más allá de la consistente escritura del autor y de los intensos y complejos caracteres de los personajes –que Víctor Hugo Vieyra y María Ibarreta transmiten con mucha compenetración, fuerza y dominio de los recursos interpretativos-, precipita a la historia en un aletargamiento descriptivo que no se termina nunca de solucionar. No es que el tema carezca de interés. Lo tiene y mucho, pero su desarrollo es demasiado moroso, cargado, sin sorpresas. Es como si la mezquindad y letanía narcisística del personaje central se apoderaran de la obra. Incluso le falta ese humor que se disfruta en otros textos de de la Parra.
La escenografía tiene un carácter más bien abstracto y está compuesta por tres paneles (uno fijo y dos movibles, que ayudan a conformar los distintos ámbitos por los que se mueven los personajes) de policarbonato alveolar, según se me explicó, un material que tiene mucha capacidad de reflejar la luz. Y es verdad que el espectáculo muestra una especial luminosidad. Además de la excelencia marcada en Vieyra e Ibarreta, hay otros dos servidores que auxilian a los protagonistas en sus cambios de ropaje y otras circunstancias cuya presencia en algunos momentos se torna algo artificial. La dirección de Carlos Ianni es cuidada, pero no pudo evitar las limitaciones del texto, quizás demasiado respetado. La música original de Osvaldo Aguilar y el vestuario de Cecilia Carini son también puntos fuertes de la puesta.