Crítica de teatro: Los elegidos



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Los elegidos. Autora: Theresa Rebeck. Versión de Fernando Masllorens y Federico González del Pino. Dirección: Daniel Veronese. Elenco: Jorge Marrale, Benjamín Vicuña, Vicky Almeida, Manuela Pal y Lautaro Delgado. Diseño de escenografía: Alberto Negrín. Diseño de iluminación: Eli Sirlin. Diseño de vestuario: Laura Singh. Paseo La Plaza.

Como muchas comedias de estilo estadounidense, Los elegidos, de Theresa Rebeck, tiene algunos condimentos en su escritura –humor continuo y milimetrado, situaciones de intriga y sexo en su trama, algún secreto a descubrir, etc.- que suelen ser infalibles a la hora de seducir a un público cuyo máximo objetivo en el teatro es pasar un rato lo más entretenido posible. Porque lo que importa allí es, en lo fundamental, que se logre esta meta y no que se enfrente a los espectadores a una mirada más comprometida o distinta respecto de los problemas más trascendentes de la vida.

 

Y, por regla general, es difícil que en ese tipo de teatro se alcance alguna profundidad. Las recetas para lograr esa efectividad a la que aludimos es tan fuerte sobre la estructura de la obra que, salvo en el caso de algunos autores cuyo talento consigue superar esos límites, que los hay, las piezas cumplen adecuadamente su papel de divertir un rato y pasado su cuarto de hora pasan al olvido sin que nadie se interese demasiado en regresar a ellas, que son reemplazadas por los nuevos productos que año a año genera la fábrica industrial de la cultura de masas norteamericana.

 

Los elegidos, estrenada en 2011 en Broadway con el excelente actor Alan Rickman en el papel central, cumple en líneas generales con estos preceptos, con algunos pasajes que superan la media de otros espectáculos, sobre todo en la segunda parte, que es donde se sinceran algunos secretos. La historia intenta iluminar un mundo tan particular como el de la creación literaria, que es por sí mismo altamente magnético para el campo artístico, y lo hace través de la descripción de la intimidad de un taller de escritura donde varios alumnos toman clase con un autor que ha alcanzado como docente prestigio internacional. Y que buscan por medio de su formación con él las herramientas que los conduzcan al éxito, el prestigio o la fama literaria.

 

Esa pintura baja una visión bastante ácida de ese mundo de la enseñanza –que es privada y cuesta bastante dinero- y descubre el juego de vanidades, inseguridades, tretas para afirmar el ego o competir deslealmente con los otros que suelen darse en estos seminarios, en los muchos argentinos o porteños, tan propensos a las prácticas tallerísticas, se podrán, aunque sea en parte, identificar, en algunos casos por reconocer experiencias parecidas a las propias, y en otros por verificar que no tienen nada que ver con las que atravesaron.

 

Y esto está bien, porque este texto cuenta una historia particular, que es la de un maestro algo excéntrico y con métodos pedagógicos no siempre ortodoxos y mucho menos inclinados a la tolerancia. Tal vez, sea éste aspecto más rescatable de la obra debido a que el retrato de ese profesor –que parece tener una obra escondida que ha decidido no publicar- es como una apuesta a la sinceridad en la relación entre los docentes y alumnos, y a la de los seres humanos en general, incluida la de todos los artistas entre sí, que no siempre se da.

 

Hay docentes así y más allá de sus perfiles algo ríspidos los alumnos terminan valorándolos cuando por su transparencia han contribuido a abrirles un panorama claro de sus posibilidades. Los hay también que son así y se equivocan y los hay que emplean otros métodos menos tajantes y que también resultan a la postre efectivos en la formación de la gente. No hay métodos únicos, aunque sí suele haber pedagogos únicos. Este es la napa sobre la cuál más ahonda el libro, sobre todo en la línea de que no siempre los mejores en cada actividad son los que llegan al éxito ni éste el que decide si una creación estética es realmente buena o no.

 

Con una dirección de Daniel Veronese que trabaja todos los matices de la pieza en una tesitura sin altibajos, un excelente diseño escenográfico de Alberto Negrín –igual que el lumínico de Eli Sirlin-, la historia transcurre en un marco visual por lo demás agradable. Y tiene, sobre todo, una muy vital y exuberante composición del profesor a cargo de Jorge Marrale, que una vez más su amplio dominio escénico. Está muy bien acompañado por la calidad de Vicky Almeida y la gracia de Manuela Pal, y en un nivel menos contundente que en el de estas dos actrices, por las labores de Benjamín Vicuña y Lautaro Delgado.    

 

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