Crítica de teatro: Las horas fuera de los márgenes
No suele hablarse con frecuencia en literatura de Bruno Schultz, un extraordinario escritor polaco, contemporáneo de Witold Gombrowicz y Franz Kafka y que murió en 1942 asesinado por los nazis. Ha sido considerado uno de los grandes prosistas de la lengua de su país, como lo prueban cuentos como La calle de los cocodrilos, Agosto, Los pájaros, Los maniquíes, Las tiendas color canela, El sanatorio del sepulturero y otros. Pero ejerció también con mucha destreza la pintura y el dibujo gráfico. Su calidad para hacer retratos lo salvó durante un tiempo de la crueldad nazi, pues un oficial del hitlerismo, aun sabiendo que era judío, lo protegió durante un tiempo para que le hiciera dibujos sobre sus familiares y amigos. Eso, sin embargo, no lo salvó de la muerte a manos de otro oficial del Ejército ocupante de Polonia.
Javier Margulis, conocido director argentino, que hace poco tiempo montó en el Cervantes La muerte y la doncella, del escritor chileno Ariel Dorfman, decidió llevar a escena uno de sus cuentos, El jubilado, al que adaptó colocándole otro título: Las horas fuera de los márgenes. Ha sido la suya una iniciativa loable, porque Schultz es un autor digno de ser conocido y de ser llevado a escena. Como ocurre en muchas ocasiones, la tarea de transcribir al lenguaje teatral una obra que tiene estructura esencialmente narrativa no resulta fácil. Y en la labor de Margulis, a pesar de haber trasladado en la recreación todo el espíritu del relato, lleno de ironías y aspectos fantásticos, esa dificultad se nota. Muy especialmente en la fluidez de la representación que, por más que aborde en su camino una gramática más poética que realista, no puede dejar de sentir cierta pesadez de la falta de acciones y conflictos concretos.
El personaje central de este cuento es un viejo jubilado que extraña los tiempos en que su cuerpo estaba abocado a toda clase de actividades. Y desde su buhardilla –muy bien ambientada por una escenografía reveladora de detalles precisos y típicos de una vida austera- ve pasar las horas y el tiempo sin grandes expectativas de cambio. Hasta que un día, con la venia del director de una escuela primara, logra que lo reinscriban en las clases de uno de los grados, donde sus compañeros al parecer lo ven como un semejante por la pequeñez de su cuerpo. Él no solo tolera, sino que festeja, que los chicos lo traten con la desconsideración y confianza que tienen con los demás. Ve en eso una prueba de que lo aceptan. Y así disfruta de sus días hasta que un extraño fenómeno natural lo arranca del lugar donde había obtenido tanta felicidad en la etapa final de su existencia.
Además de los logros escenográficos y de una música que subraya bien los climas del relato –compuesta por el propio Margulis-, debe elogiarse la interpretación que hace del único personaje Fidel Vitale, un actor joven que seguramente fue elegida adrede para acentuar los rasgos próximos a la niñez que muestra el jubilado.