Crítica de teatro: La traición
Traición. (Título original: Betrayal). De Harold Pinter, en versión de Rafael Spregelburd. Dirección: Ciro Zorzoli. Elenco: Daniel Hendler, Paola Krum y Diego Velázquez. Mozo y servidor de escena: Gabriel Urbani. Diseño de escenografía y vestuario: Oria Puppo. Diseño de iluminación: Eli Sirlin. Teatro Picadero.
Si hay un autor cuya obra tiene todavía mucho que decir en el teatro de estos días es Harold Pinter (1930-2008), un verdadero innovador de las letras escénicas que, aún después de muerto, sigue ganando batallas frente al público contemporáneo, como era de esperarse. Dramaturgo excepcional, gran guionista de cine, director y ensayista, la producción del creador inglés puede rastrearse en distintas disciplinas, en todas las cuales su talento sale siempre airoso. En estos últimos tiempos, una de sus mejores obras, Traición, ha experimentado un renovado impulso gracias a su representación en distintos países, como México, España, Estados Unidos y Argentina.
En los Estados Unidos se estrenará en noviembre en Broadway con un elenco muy atractivo: Raquel Weisz, Daniel Craig y Rafe Spall, con dirección de Mike Nichols. En la Argentina hubo en el Teatro San Martín una versión en 1992, dirigida por Jorge Hacker, y se han hecho también otras versiones, algunas bastante recientes. Traición fue estrenada en Londres en 1978 y, a pesar de sus treinta y cinco años de existencia, no ha perdido ni un ápice de interés. En su momento, fue una verdadera novedad en la forma de armar una estructura narrativa y contar la historia de una manera diferente: desde el presente hacia el pasado. La obra, que trata del affaire sentimental de una mujer casada (Emma) con el mejor amigo (Jerry) de su marido (el editor Robert), comienza en 1977, cuando la relación ya ha concluido y los ex amantes se ven casualmente, y termina en 1968, cuando comienzan a salir.
Esa narración algo dislocada no impide sin embargo entender como se desarrolla la trama. Como en todas las otras piezas de Pinter, aquí el silencio suele decir tanto como las palabras, que arman siempre diálogos punzantes, a menudo irónicos, develadores de tramas afectivas nunca apacibles. Para algunos comentaristas se trata de una pintura del ocaso del amor, un hecho en ocasiones trágico por las consecuencias que produce, pero también no pocas veces absurdo, porque son los seres humanos con su estupidez los que llevan ese sentimiento hacia su fin, plenamente conscientes de que lo destruirán. Este incomprensible sinsentido de algunas relaciones es lo que también analiza Pinter en La traición.
La moral victoriana hubiera condenado la infidelidad de esa mujer, con toda la hipocresía que eso supone porque en cualquier época del mundo las deslealtades en el cumplimiento del débito conyugal han sido frecuentes, se diría lo corriente. Solo que se ocultaban, como si no ocurrieran. Pinter toma el tema en un otro momento histórico: el de la demanda de nuevas libertades –no siempre practicadas- para romper las barreras o prohibiciones que imponían las viejas instituciones en el ámbito del amor. O sea: ubica el problema en una esfera de más complejidad, es como si quisiera mostrar esa traición de Jerry y Emma a Robert en un plano donde todavía ese hecho es visto como algo conflictivo, pero bajo el prisma de otra moral, que no es la victoriana.
Jerry le oculta todo el tiempo al marido que se acuesta con su mujer, pero pasado el tiempo se enterará que él lo sabía y dejaba que el affaire siguiera. Y es más: que se lo había confesado Emma, pero sin decírselo a él. ¿Qué pasa si el marido consiente esa relación de la mujer? ¿Hay traición? ¿Qué diferencia hay entre aquella traición que la moral victoriana estigmatizaba en el discurso pero consentía en los hechos, con ésta más moderna que consiente en los hechos –no siempre es verdad, porque la infidelidad es con frecuencia rechazada por el cónyuge- y conlleva como cierta neutralidad en lo moral? Pinter no contesta estas preguntas, deja que el espectador se las lleve a su casa y las piense a la sombra de su propia experiencia. Un ejercicio que él alentó durante toda su vida de autor.
La versión ha sido dirigida con mucha solvencia por Ciro Zorzoli. La puesta se construye a partir de un mueble o suerte de biblioteca convertible que separa el afuera del adentro, que es donde se registran las distintas situaciones. Todo tiene mucha movilidad y ritmo y los cambios son dinámicos. La iluminación de Eli Sirlin es otro de los aciertos de la puesta, dando a cada momento su carácter adecuado. En las actuaciones, Paola Krum y Diego Velázquez componen dos personajes muy carnales e intensos. Lejos de ellos, Daniel Hendler, no parece encontrar nunca la mejor dimensión para el personaje, que pasa de la monotonía de sus distintas apariciones a la escena de la borrachera casi con la misma falta de convicción.