Crítica de teatro: Final de juicio
Al iluminarse la escena se ve la secretaría de un juzgado donde todo es anacrónico. Y a foro hay una puerta imponente, del otro lado de la cual sesiona un Tribunal Supremo. Los muebles están llenos de expediente y un hombre sentado (Oscar Jalil) espera que un funcionario de ese despacho (El letrado) se dirija a él. Entre ambos está un meritorio (Carlitos), que de a ratos cruza una puerta y se desplaza hacia otra oficina a traer papeles o a traer noticias del Tribunal Supremo. La secretaría bien podría ser la de un juzgado de los tribunales de la Nación o de algún otro lugar del país, pero hay datos que hacen dudar: el letrado pide un certificado de defunción, las nomenclaturas que se evocan son extrañas y el vocabulario, muy mixturado con expresiones en latín, parecen aludir a un lugar donde el tiempo se ha detenido. Poco a poco la ambigüedad se va diluyendo y el espectador tiene datos como para empezar a pensar que se encuentra en un sitio donde, si bien las prescripciones normativas que intentan impartirse se asemejan bastante a las de la tierra, sus contenidos tienen más que ver con los de la justicia divina.
Es que Oscar Jalil está allí para oír el veredicto del Tribunal Supremo acerca de si pecó poco o mucho en su vida de mortal. Allí también los expedientes se tratan con mucha tardanza, en el caso de Jalil dieciséis años después de su muerte. Y lo que se juzga es como se comportó respecto de los Pecados Capitales y en el cumplimiento de los Diez Mandamientos. Sátira teñida de ese humor porteño penetrante y filoso que está presente en la mayor parte de las mejores obras de Cossa, el de esta obra apunta sus ironías sobre las debilidades de un poder (el de los jueces) corroído por la decrepitud y el conservadurismo reaccionario y a una Iglesia que, a través del Papa Francisco, trata desesperadamente de aggiornarse para no perder influencia en su grey. Un texto delicioso, muy bien trabajado, preciso y que no deja espacios al declive de los climas ni de las situaciones. La puesta, con la estructura adecuada en la escenografía que requiere el libro, tiene ritmo y buenas actuaciones, aunque a menudo el excesivo predominio del trabajo de José María López (un intérprete muy exuberante) desequilibra y opaca el rol de los otros dos, asimetría que tal vez la labor de dirección podría haber compensado.