Crítica de teatro: El Topo



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El Topo. Texto y dirección de Luis Cano. Actuación: Luciano Suardi. Diseño de escenografía y vestuario: Rodrigo Gonzalo Garillo. Realización de escenografía: Gustavo Di Sarro. Música original: Diego Vila. En el Teatro La Comedia.

El topo es un mamífero de la familia de los tálpidos, muy apto para cavar agujeros en la tierra y que vive usualmente en galerías subterráneas, sin ser visto. Este detalle es el que ha llevado a los autores de novelas de espías a utilizar este nombre para designar a ciertos agentes que trabajan en secreto, sin ser conocidos. En el monólogo escrito y dirigido por Luis Cano, El topo es una criatura nacida con un defecto físico, una joroba, que causa repulsión a quienes lo ven y que por esa razón ha decidido no mostrarse ante la gente. Su escondite es el teatro en el que fue dado a luz por una actriz que murió en el mismo acto de parirlo y donde, a partir de ese momento, fue protegido por algunas personas que trabajaban en el lugar. Su historia es contada por él mismo en una suerte de relato de identidad partida donde, a la manera de un espectro, a veces es su propia figura y otras los personajes que lo han protegido. Allí se registran las amargas vicisitudes de su vida y de cómo sobrevivió muchos años sin salir nunca del teatro. También de cómo murió al ser demolida la sala y haber quedado atrapado entre los escombros.

    Esa odisea se condensa en la forma de un monólogo cuyo único narrador es el actor Luciano Suardi, que asume las distintas encarnaciones que propone el texto. Un texto cuyo gran encanto es el de lograr, mientras se exponen las distintas y duras peripecias sufridas por esa criatura surgida el propio vientre del teatro, al mismo tiempo internarse en los espacios de un tiempo inmemorial, de un misterio sobre el que se constituye la historia de cualquier edificio teatral, de los fantasmas que lo habitan, de las soterradas e  innumerables existencias que le dieron sangre a su funcionamiento y que por el peso de una amnesia milenaria e inevitable caen en el olvido. Un teatro es eso: una tradición construida por millones de hilos invisibles y lejanos a nosotros que, como las pezuñas de un topo, forman el subsuelo de una memoria a menudo furtiva y desconocida, pero que está presente en sus cultores, hablándoles aunque no lo sepan, adherida a su piel como el agua de una lluvia interminable, que riega una tierra que de otro modo no se podría recorrer.

    Hay en este texto también el homenaje a otra memoria: la de los libros o películas inolvidables, a algunos de esos sedimentos culturales que son también parte de una tradición que nos alimenta. En El topo se disfrutan las reminiscencias de El jorobado de Notre Dame, la novela de Víctor Hugo que describe el amor de Quasimodo, un ser deforme, por una mujer de nombre Esmeralda. O de El fantasma de la Ópera, basado en la novela de Gastón Leroux. Todas historias donde la ausencia de afecto o de amor son los estigmas sobre los que se construyen la soledad y la existencia infeliz en el mundo. Esta obra, además de esta sólida virtud evocativa que tiene, está muy bien elaborada. Y revela la capacidad narrativa de Luis Cano, un autor que entre los muy buenos rasgos creativos que se le pueden señalar está el de manejarse con absoluta pericia en los distintos campos de la invención poética, en incursionar en tonalidades y registros de escritura dramática de amplio diapasón. Puede apelar a la narración más tradicional o internarse pleno en las aguas más vaporosas de la escritura de aliento enigmático, pero sin dejar nunca que en el corazón del relato deje de latir la sensibilidad por el destino de lo humano.
     En este trabajo hay que indicar también su excelente labor como director. Su labor ha sabido potenciar las condiciones interpretativas de un actor como Luciano Suardi, que resuelve a las mil maravillas los desafíos que le impone las múltiples máscaras del narrador. La escenografía es sencilla, pero adecuada a las necesidades de la obra y del ámbito. Igual que la luz, favorecedora de un clima onírico, casi de fábula, ese que cada noche parece soñar todo, durante las horas de la representación en el escenario, y luego de ella, en ese espacio oscuro y silencioso donde otros resabios del tiempo permanecen y nos hablan en una lengua que no oímos pero entendemos. Un detalle más: muy oportuno y grato ese pequeño diccionario de locuciones teatrales que se entrega junto al programa.   

                                                                                              A.C.
 

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