Crítica de teatro: El doctor Lacan
Es extraño que, al menos en la Argentina (no podemos dar testimonio de que no haya ya ocurrido en Europa), la figura de Jacques Lacan no hubiera sido tomada ya antes como eje de una obra teatral. Por lo pronto, dos razones irresistibles, aunque debe haber muchas otras, justificaban el haber promovido ese intento. En primer lugar, la enorme gravitación que el pensamiento de Lacan ejerció sobre el psicoanálisis en nuestro país y el peso hegemónico que sus ideas tuvieron en la enseñanza, en especial en la carrera de Psicología, durante muchos años. Según solía decirse en algún tiempo, Lacan era más conocido en Buenos Aires que en París. Vaya a saber si esto llegó a ser totalmente cierto alguna vez, pero de cierta forma marcaba la importancia que había adquirido este pensador por estas latitudes.
El otro tema es el rasgo claramente teatral que tenía la personalidad del continuador de las enseñanzas de Freud. Élisabeth Roudinesco, en Jacques Lacan. Pasado Presente. Diálogos, un libro donde comparte una penetrante semblanza del psicoanalista junto al filósofo y dramaturgo Alain Badiou, ofrece esta descripción de él: “El hombre Lacan era un actor prodigioso, un comediante excepcional. Su célebre seminario era teatro puro…mucho más que los cursos impartidos en esa misma época por Barthes o Foucault. Lacan estaba todo el tiempo interpretando un papel. Todo en él es palabra, y le cuesta y lo aterroriza pasar a lo escrito. Los que han asistido a sus sesiones de enseñanza han vivido una experiencia inolvidable. Además es una pena que no se haya podido filmar todo, para que las nuevas generaciones puedan darse cuenta de su talento como director de teatro.” A lo que hay que agregar un humor extraordinario, según confirman todos.
No podía ser más oportuno entonces que un hombre consustanciado con el devenir escénico porteño y vinculado a la psicología –Pablo Zunino es crítico teatral, periodista cultural y psicoanalista, a lo que ahora hay que sumarle el título de dramaturgo- se hiciera cargo de ese desafío, por lo demás fascinante. El enfoque con que Zunino aborda el reto es de entrada inteligente: elige el género de comedia para hacer su trabajo, convencido de que a través del humor puede ofrecer un perfil más potable, más comprensible y carnal de su personaje.
Esa operación tiene un mérito indudable: desplaza a Lacan de ese lugar de Dios enigmático en que lo colocaron algunos de sus adherentes, de predicador de una palabra divina que debía transmitirse en fórmulas inalterables, casi sagradas. Aquí, y sin que le falten complejidades, se lo ubica dentro de una situación más cotidiana: la de un profesor contrariado que, en uno de esos días revueltos que consagraron al Mayo Francés del 68, llega, junto a su secretaria asturiana, Gloria, a dictar uno de sus famosos seminarios en la Escuela Nacional Superior de París y se encuentra con que en la clase no hay nadie. En esa circunstancia, y mientras espera la posible llegada de sus alumnos, algunos de ellos maoístas e involucrados en la revuelta, decide resolver con Gloria algunos de los temas pendientes de su agenda.
El autor aprovecha este disparador, que es el de contestar a los distintos pedidos que le va señalando su secretaria –la solicitud de escribir unas palabras en homenaje de la reciente fallecida princesa Bonaparte, el requerimiento de un periodista ruso que lo interroga sobre el futuro y otros tópicos-, para hablar acerca de los problemas que el gran psicoanalista sufrió en su época y de algunos aspectos de su pensamiento. Todo sin teorizar, pero al mismo tiempo sin caer nunca en la superficialidad, sino utilizando un diálogo gracioso y provocador donde se le saca mucho provecho al contraste entre el sentido común de la secretaria y cierta torpeza del pensador para solucionar algunos asuntos cotidianos.
Este contraste se ve claro en escenas como las que Lacan quiere ensayar el nudo Borromeo sobre el cuerpo de su secretaria o cuando ésta le expone la respuesta sobre el futuro para ofrecerle al periodista y él le dice que está muy bien, que podría haberla escrito él, y ella le replica que no es otra cosa que lo que le ha oído decir muchas veces sólo que más sencillo. También en las escenas del video donde Lacan sueña pesadillas que muestran el uso de apellido en las más diversas fórmulas publicitarias son muy graciosas y tiene su miga. O en el instante en que el psicoanalista se encapricha en no comer su sándwich porque no está aderezado con mostaza de Dijón. En fin, un espectáculo pensado para un público amplio, que regularmente integran los fines de semana psicoanalistas y pacientes, pero también y, en una cantidad cada vez mayor, personas que, aconsejadas por sus amigos, solo tienen por objeto pasar un buen momento en el teatro, y, de paso, curiosear en forma divertida y sin solemnidades en el pasado de una figura intelectual que marcó el pensamiento del siglo XX.
Habría que añadir para ser justos en este balance general de lo que la obra ofrece el trabajo lleno de frescura de la actriz Silvia Armoza, como Gloria, y el de Mario Mahler en un Lacan al que, además del parecido físico, le ofrece buenos recursos escénicos. Es también de gran precisión la realización audiovisual que se ve sobre la pantalla en la que se observan las pesadillas del psicoanalista.
A.C.