Crítica de teatro: Correas, la voluntad de vivir



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Correas, la voluntad de vivir. Autor: Bernardo Carey. Director: Daniel Marcove. Elenco: Raúl Rizzo, María Zubiri y Daniel Toppino. Escenografía y vestuario: Sabrina López Hovhannensen. Diseño de luces: Miguel Morales. Música original: Sergio Vainikoff. Teatro del Pueblo. Rodríguez Peña, 943. Viernes 21 horas, sábado a las 19 horas.

Carlos Correas, a quienes algunos han considerado el último de los escritores malditos de la Argentina, tenía casi 70 años cuando se suicidó en el año 2000 arrojándose al vacío desde un balcón del departamento de la calle Pasteur en el que vivía. Traductor riguroso, egresado de la Facultad de Filosofía y Letras y profesor universitario, además de escritor dotado de gran talento para el relato y el ensayo, había llegado a esa edad siendo más bien un autor de culto, alguien más conocido entre colegas, amigos e intelectuales informados que por el público en general. Su producción en la narrativa y el trabajo teórico no fue vasta, pero contó con una  capacidad innovadora que hubiera merecido un lugar más relevante del que tuvo en su tiempo. Un lugar que no logró debido, en parte, a un temperamento personal fronterizo con cierta forma de misantropía, que volvía incómoda su figura para la gente, y, también, como consecuencia del temprano escándalo provocado por la publicación en 1959 de su cuento “La narración de la historia”, que derivó en la sustanciación de un juicio por el que se lo condenó a seis meses de prisión en  suspenso (junto a Jorge Lafforgue, editor de la Revista Centro que hizo conocer el trabajo) y que lo retrajo durante algunos años su decisión de seguir publicando.
     Este hecho acentuó seguramente los rasgos de su personalidad y cierta tendencia que tenía a la marginalidad. En fuerte contraste con aquella situación, la figura hoy de Correas ha sido objeto de una atención que no tenía en su época y que lo ha tornado en un autor cuya obra y su importancia se han revalorizado mucho. Ha contribuido a ello la difusión de textos suyos que no se conocían –por ejemplo, los cuatro cuentos de Los jóvenes, de 1952, cuyos originales guardaba por cesión de Correas su amigo Bernardo Carey, que se encargó de editarlos- y el estreno en el BAFICI de 2012 del documental Ante la ley (relato prohibido de Carlos Correas), de los cineastas Pablo Kapplenbach y Emiliano Felicié. En la actualidad, ensayos o libros de él como La operación Masotta o Los reportajes de Félix Chaneton, de 1984, despiertan interés y son buscados.
     Como parte de esa revalorización podría también incluirse la obra teatral Correas, la voluntad de vivir, de Bernardo Carey, un claro homenaje a su figura. En una pieza que recrea ficcionalmente lo que habrían sido los días previos a su suicidio –decisión que sorprendió a muchos de sus allegados a pesar de no desconocer que pasaba por dificultades económicas-, Carey retrata a un Correas solitario, que calma sus horas de hastío con un vínculo amoroso nada convencional con una prostituta, cuyo nombre de guerra es Johanna pero dice llamarse en realidad Esther Goris. La mujer de Correas, Marta, había fallecido un tiempo antes y en su deseo de compañía el escritor acude a una agencia que le envía a Johanna, que es una suerte beldad aniquiladora que parecería simbolizar más el propio espíritu de autodestrucción de Correas que una criatura que viene del exterior. Cautivo de la fidelidad a sus convicciones, que en su caso tienen un borde que toca lo absoluto, el escritor enfrenta el último tramo de su vida con la decisión de tocar fondo, de entregarse entero a una última ilusión amorosa, la del imposible amor sin fisuras, que lo llevará a la muerte.
      En la contratapa del libro que publica la obra de Carey se dice caracterizando al escritor: “Carlos Correas se sabía culpable. Incluso de aquello que no había cometido. Pero la certidumbre de su culpa no lo anonadaba. Por el contrario. Era un impulso para su violencia. Violencia por lo menos verbal. Hasta que corporalmente la ejerció sobre sí mismo.” En esas líneas se agrega que fue homosexual, “afirmación quizás hoy innecesaria, pero indispensable para la moral pública de la época en que se desarrolla la obra teatral que lo tiene por personaje principal”. El cuento que provocó el escándalo de 1959 (“La narración de la historia”, que forma parte de los cuatro relatos de Los jóvenes) describía al mundo gay y sus relaciones homoeróticas en un cabaret marginal del suburbio, entre ellas las de un joven de clase media y un adolescente desclasado. El posterior juicio que se le hizo en tribunales fue la reacción de un sector dominante en la sociedad que se sentía ofendido por esas revelaciones. En ese sentido, Correas fue precursor de toda una subjetividad en la literatura que luego desarrollaría con más extensión Manuel Puig, aunque en un registro menos crudo que Correas.
     El texto, bordado en una atmósfera de pensamiento irreal vecino al ensueño en el protagonista, se columpia entre lo sórdido y lo poético, entre la tragedia y la comedia, acaso leal a aquella idea de Correas de que la vida era una tragedia actuada por comediantes. Carey comenzó la escritura de libro teatral a fines de 2005 y le fue haciendo correcciones sucesivas hasta llegar a su versión definitiva en  2010, material que luego, entre él y el director Daniel Marcove fueron retocando para dar a la transcripción escénica una armadura más sintética y teatral. Pero hay toda una línea de puesta que se mantiene adherida con escrupulosidad a aquella idea rectora de oscilar entre dos franjas contrastantes y que nunca se inclina hacia el desborde ni en las indicaciones de la dirección ni en los trabajos actorales, que son tres: el de Raúl Rizzo, uno de los mejores de su carrera, y los de María Zubiri como Johanna y Daniel Toppino como el recuerdo de una ex pareja de Correas, que se lucen en sus intervenciones, en especial ella. El marco escenográfico sigue con bastante exactitud las indicaciones del libro y refleja un estado de virtual abandono del protagonista, de rechazo por las convenciones de una existencia ordenada, actitud que transmite en buena medida esa rebeldía deliberada y consecuente de Correas y un desapego por lo material que finalmente se redondeó en esa decisión postrera de renunciar a la vida.   

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