Crítica de teatro: Cartas de la ausente



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Cartas de la ausente. De Ariel Barchilón. Dirección: Mónica Viñao. Intérpretes: Daniel Fanego y Vando Villamil. Vestuario y escenografía: Graciela Galán. Iluminación: Jorge Pastorino. Coreografía: Camila Villamil. Teatro Cervantes.

Sensible y honda pintura de dos seres desolados que se conocen por vía de la comunicación epistolar –él está en la cárcel y ella le escribe asumiendo la personalidad de otra mujer- y, a través del fuego de la palabra, van encendiendo en su imaginación una quimera intensa, pero a la vez frágil como una burbuja. Y un día él, que es excarcelado, se dirige al lugar desde donde vienen esas cartas que lo han hecho vivir de nuevo, le han renovado sus sueños de amor y redención. Pero ella no es la mujer que él tenía en el retrato que tanto tiempo guardó entre sus ropas. Y la ilusión de pronto se desvanece y lo que urge conocer es la razón de ese equívoco. Y ahí, de una manera casi mágica, comienza a aparecer una nueva situación, una realidad distinta. La fantasía encendida por las cartas no ha atravesado en vano esas almas solitarias y desesperadas de afecto. Un camino inesperado se abre entonces ante ellos.

        Una refinada dirección de Mónica Viñao logra que la pieza no se desbarranque frente al desafío que un actor (en este caso Daniel Fanego) encare la caracterización de la mujer. Que no se desbarranque y resulte inverosímil o de una ridiculez que le impida alcanzar el rango poético, como ocurre en la versión. La escenografía de Graciela Galán tiene también mucha atmósfera y los dos trabajos interpretativos son excelentes. El de Fanego más en la línea de cierta composición exterior, pero muy eficaz, y el de Vando Villamil transitando con mucha profundidad por las duras exigencias que propone trabajar mucho con los silencios, las miradas, los gestos y no tanto con las palabras.

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