Crítica de teatro: Amarillo



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Amarillo. Autor: Carlos Somigliana. Dirección y adaptación: Andrés Bazzalo. Escenografía y vestuario: Carlos Di Pasquo. Diseño sonoro: Malena Graciosi. Diseño de luces: Fabián Molina. Elenco: Sergio Surraco, Joaquín Berthold, Luis Campos, Adriana Dicaprio, Heidi Fauth, Daniel Dibiase, Rafael Bruza, Miguel Terni, Daniel Zabala, Hernán Perez, Sergio Pereyra Lobo y Guillermo Berthold. Teatro del Pueblo, Roque Sáenz Peña 943, CABA.

La reposición de Amarillo, la obra inicial del recordado dramaturgo argentino Carlos Somigliana (1932-1987), a casi cincuenta años de su estreno, puede llegar a ser uno de los buenos sucesos teatrales de este año. Peripecia que transcurre en la Roma del año 123 antes de Cristo, la de Amarillo cuenta, con bastante rigor histórico si bien con las debidas libertades que hay que tomarse en cualquier proyecto poético-teatral, las vicisitudes políticas porque atraviesa Cayo Graco, un tribuno elegido por la plebe que impulsó en su época importantes reformas que limitaron fuertemente los privilegios de la aristocracia. Como antes su hermano Tiberio, otro líder de los desposeídos, Cayo fue víctima de un complot de sus enemigos y asesinado.

      Con la inteligencia y sutileza que hizo de él uno de los dramaturgos más sólidos y originales de la generación de los sesenta, esa etapa soberbia del teatro nacional, Somigliana repara en el relato más que en la situación de injusticia sufrida por las clases populares de esa república, tema por demás conocido y que con distintas variantes se ha proyectado hasta la actualidad, en los mecanismos que los oprimidos utilizan para liberarse de sus ataduras. En ese aspecto, el incisivo retrato que hace de Cayo Graco y sus contradicciones, muestra las dificultades de cambiar un sistema sin adoptar medidas radicales que modifiquen su naturaleza y que eviten las ingenuidades frente a los que desde el poder conspiran siempre sin pausa ni respiro.

     Somigliana, de algún modo, anticipaba situaciones que después se confirmarían con la caída de Joao Goulart en Brasil y más tarde Salvador Allende en Chile. El formulaba, sin dar una respuesta categórica, una pregunta que aún hoy es posible formularse: ¿hasta dónde es posible avanzar por la vía del reformismo? Y aún avanzando por esa vía: ¿cuáles son los recaudos que se deben impulsar día a día para proteger lo que en cada etapa se consigue por el camino de las reformas? Dos asuntos acuciantes que todavía sigue planteando debates y suscitando interrogantes. Solo esa virtud de conservar intacto el núcleo de una interpelación que aun sigue viva sería suficiente para hacer de Amarillo un clásico, eso sin considerar sus otras y extraordinarias virtudes: la belleza de una palabra poética pulida y potente, el desarrollo de una odisea que se sigue teatralmente sin perder interés dramático en ningún momento.

     Es verdad que a esta última cualidad ha contribuido de forma decisiva la lúcida adaptación realizada por el director Andrés Bazzalo que, respetando a fondo el espíritu de la obra y la naturaleza de su escritura, le aplicó los necesarios ajustes y cortes para aligerar el tiempo de la acción teatral. A ese mérito, Bazzalo añade el de una lograda puesta, muy respaldada por la refinada escenografía y el vestuario de Carlos Di Pasquo, que crean el ambiente propicio para que tanto la actuación como el marco en el que se ubica potencien con su despojo la energía del texto. En ese aspecto, se podrían señalar detalles particulares de cada actuación, como la calidad de la voz de Sergio Surraco (imprescindible para decir un texto tan pleno), la solvencia de Luis Campos o la entrega de las dos únicas mujeres de la pieza, pero sería tal vez injusto porque uno de los puntos altos de esta versión es la homogeneidad con la que se desempeña el elenco, en un registro de intensidad que no necesita del énfasis ni lo melodramático para transmitir la emoción que conlleva la palabra.

      Algunos pasajes de Amarillo brillan a medio siglo de su elaboración como diamantes que alumbran los pensamientos del hoy. Elijo solo dos. Una: “¿Por qué las palabras que parten de sus bocas como súplicas llegan a vuestros oídos como insultos? ¿Qué raro filtro tamiza las verdades para que apenas insinuadas os ofendan?” La otra:
“Si no volviéramos a vernos, ¡ah, ciudadanos!, desconfiad del amarillo. Amarillo es el oro, y el oro es la cloaca donde confluyen todas las ambiciones innobles. Amarilla es la cólera de los cobardes, que chapotea en un océano de bilis. Y finalmente, amarilla es la envidia, que es la peor de las pasiones, porque es el crimen de los mediocres. ¡Huid del amarillo!”  Bueno, a quien le quepa el sayo que se lo ponga.
                                                                                                              A.C.

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